Comenzó temprano en la mañana, cuando los niños se disponían a desayunar. A media mañana, cuando la madre y los abuelos pretendían estar en los quehaceres del hogar, la actividad continuaba. Siguió a lo largo del día, agudizándose cuando los pequeños regresaron de la escuela. Así continuó hasta las diez de la noche cuando, por fin, la familia se acostó.
¿Cuál era esta actividad que hipnotizaba a todos en el hogar? Eran actos de violencia. Actos de violencia provistos a todo color y con efectos de sonido por el televisor.
En un solo día y en una sola ciudad se registraron, de acuerdo con una encuesta oficial, 1,846 actos de violencia en la pantalla mágica. Y toda esa violencia fue absorbida por miles de niños y adolescentes.
La violencia que diariamente se ve en la televisión, y que comienza en los dibujos animados que los padres desaprensivamente dejan ver a sus pequeños, llega a ser parte de la vida diaria del niño. De esos casi dos mil actos de violencia registrados, nada menos que 471 provenían de los dibujos animados infantiles. Y además la televisión provee actos de perfidia, de adulterio, de mentira, de estafa, de infidelidad y de traición.
El apóstol Pablo nos dejó un tesoro escrito de incalculable valor: «... consideren bien todo lo verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo digno de admiración, en fin, todo lo que sea excelente o merezca elogio» (Filipenses 4:8). Nuestra mente absorbe, como esponja, todo lo que le introducimos, y tarde o temprano llegamos a ser lo que ha entrado en ella.
Cada uno de nosotros está construyendo vidas. En primer lugar, construimos la vida nuestra; luego, la de nuestros hijos. Ellos no serán lo que les digamos que sean, sino lo que nosotros, con el ejemplo, les mostramos. Por eso nos urge adoptar como nuestra norma de vida las enseñanzas de Cristo. Y esto solamente lo conseguimos cuando Cristo mismo es nuestro Señor y Dios. Seamos, pues, verdaderos seguidores de Cristo.