Cuando vi en la televisión la caída de enormes estatuas de metal de Sadam Hussein, pensé en el Generalísimo Francisco Franco, quien gobernó con puño de hierro a España por unos cuarenta años. Tuve ese recuerdo porque Franco también sufrió de lo que se llama el “culto a la personalidad”, que se expresa con monumentos y estatuas a su favor.
También pensé en la caída del muro de Berlín y el comunismo, cuando el pueblo derribó estatuas de los padres de la Unión Soviética.
Mi mente se vino a esta América nuestra y recordé al dictador Trujillo, en República Dominicana.
Era tan enorme el ego de este señor que llegó a cambiarle el nombre de la capital del país por “ciudad Trujillo”.
Lo mismo ocurrió en menor escala con el dictador filipino Marcos, y estoy seguro que en otros países que pusieron fin a gobiernos largos en el tiempo y crueles en su ejercicio.
No pudo dejar de pensar en la Cuba de Fidel, donde se rinde culto “al comandante” y otros sujetos.
Estoy seguro que cuando termine su régimen esas estatuas, retratos, nombres de instituciones, etc., desaparecerán “más rápido que ligero”.
Parece que esto es una ley de ciencias políticas que se repite a través de los años, en ciertos países de todo el mundo.
Son naciones que tienen la desgracia de caer en manos de sanguinarios dictadores, que mantienen a sus pueblos subyugados a base del terror y las armas.
Cuando desaparece el dictador no perdura su obra, porque es malsana y contra los derechos humanos.
Sólo basta repasar la Historia de la Humanidad para comprender que tengo razón. Ya sea en la antigüedad o en el siglo veinte, todo-poderosos “mandamases” se erigieron monumentos y estatuas, que luego fueron destruídas al desaparecer ellos de la vida terrenal.
Así pasó con Hitler, Mussolini, Stalin y otros personajes que llenaron de vergüenza al género humano.
Y en poco tiempo pareciera que una nube del olvido cubre esos pueblos, que prefieren olvidar las desgracias y a los desgraciados que la provocaron.
Esto debe servir de lección a quienes piensen que construyendo obras y estatuas lograrán perdurar en la memoria colectiva de sus pueblos, a pesar de las barrabasadas que hayan cometido.
Los pueblos olvidan muy rápido y muchas veces son hasta desagradecidos. En Panamá, en una escala mucho menor, vivimos algo parecido. Veintiún años de dictadura parece que nunca existieron en la mente de mucha gente.
Aquí no se hicieron enormes estatuas como en Irak, pero el fenómeno fue el mismo. Tal vez es mejor que los pueblos curen rápido sus heridas, para que la “vida continúe”.
Algunos alegan que no se puede avanzar hacia el futuro, si tenemos el “ancla” de los malos recuerdos del pasado.
Veremos en las próximas elecciones si esto es verdad, ahora que uno de los hijos del “dictador con cariño” pretende llegar a la Presidencia. |