Según la tradición, Jesús celebró junto a sus discípulos la Última Cena, acto simbólico que representa su inconmensurable sacrificio por la salvación de la humanidad, la noche previa a su muerte.
Fue en ese momento cuando el Hijo de Dios sufrió el dolor de la traición del amigo y comprendió la dimensión de su misión redentora a favor de una raza ingrata y salvaje que después lo clavaría en la cruz.
Compartir los alimentos con quienes te han acompañado en el camino de la vida es una de las formas más hermosas de expresar la amistad, pero allí también se puede encontrar uno con el nefasto rostro de la traición.
Hoy se enfrentan, como en todo el mundo, hermanos contra hermanos, amigos contra amigos y las consecuencias de estas pugnas son siempre las mismas: muerte y dolor.
Es curioso que, a pesar de haber alcanzado los más altos niveles de conocimiento, de manejar ingenios tecnológicos antes impensables, todavía poseamos un espíritu belicoso, brutal y sanguinario de la Edad de Piedra.
El intelecto humano ha logrado descifrar muchos de los misterios de la naturaleza, ha descifrado la curiosa estructura de su aparato genético, se ha lanzado a la aventura sideral, pero todavía no deja de ser la criatura feroz y sedienta de sangre que amenaza a sus congéneres.
En lugar de recuperar el Paraíso perdido por la desobediencia, nos alejamos más de él como resultado de la práctica de otros pecados, todavía más abyectos, como la intolerancia, la violencia, la drogadicción, el sicariato y otras formas de desenfreno.
Debemos tratar de reinterpretar el mensaje de Jesús y aplicarlo en nuestra vida diaria porque de ello depende que la paz vuelva a este mundo, atribulado por el egoísmo, la avaricia y la intransigencia.