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Miércoles 8 de marzo de 2000




MENSAJE
¿Sangre española?

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por el Hermano Pablo

Fue un noviazgo tormentoso, un noviazgo en que hubo de todo: celos, sospechas, recriminaciones, peleas, insultos, reconciliaciones, abrazos y besos. Francisca Sierra, de Tarragona, España, amaba violentamente a Héctor Silva. Y él, en igual forma, la amaba a ella. Pero durante el año de noviazgo, Héctor, un Don Juan, salió con varias otras chicas, incluso Hortencia, la mejor amiga de Francisca.

El día de la boda, cuando ambos novios levantaron la copa para el brindis, Francisca vertió estricnina en la champaña de su marido. El hombre murió antes que pudieran atenderlo.

"Sangre española" fue el comentario de los diarios. Son interesantes las descripciones y frases que se dan a las diferentes nacionalidades y razas, tales como «sangre española", "casamiento a la italiana", "procedimiento a lo alemán", "tratamiento a lo gángster de Chicago".

La verdad es que todos los seres humanos somos iguales. Todos tenemos los mismos defectos y las mismas virtudes. Los celos y la furia se dan tanto en un campesino chino como en un frío y rígido escocés. Y un cosaco ruso puede beber tanto alcohol como un campesino latinoamericano.

La raza humana es una sola. En el fondo todos los hombres tienen los mismos sentimientos. Todos sufren los mismos problemas y todos gozan los mismos favores. Todos experimentan las mismas decepciones y todos tienen las mismas aspiraciones.

Es injusto catalogar a cualquier persona por su raza, por su nacionalidad o por su estrato social. Todos por igual llevamos el estigma del mal humano y todos por igual conocemos las gracias del ser humano.

Francisca Sierra no procedió así con su flamante marido por ser española. Lo hizo porque era humana y porque tenía un corazón humano. Y dentro del corazón humano, sea de la raza o nacionalidad que sea, está tanto el potencial de la gracia de Dios como la tendencia al pecado de Adán.

¿Qué impulsa a unos a seguir por un camino y a otros por otro? Es la decisión que cada uno toma. Cristo puede y quiere darnos un corazón puro, pero tenemos que desearlo y pedírselo. Sólo Cristo endereza lo torcido de nuestra psiquis. Sólo Él da sentido de verdadera justicia y bondad humana. Pero tenemos que hacer de Cristo nuestro Salvador, Señor y Dueño. Invitémoslo a que se posesione de nuestro corazón.

 

 

 

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