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Dime con quién andas...

Hermano Pablo | Reverendo

Torquemada, un rudo vendedor de agua, solí­a ir por la calle arreando su burro con tremendos azotes. La gente, acostumbrada a presenciar ese triste espectáculo, no hací­a nada por impedir el suplicio y la humillación del asno, sino que se limitaba a decir: «¡Ahí­ van Torquemada y su burro!» Hasta que un dí­a pasó por allí­ un caballero que se le acercó y le rogó que tuviera compasión del pobre animal. El pí­caro aguador español se quitó la caperuza y le dijo al defensor del asno:

-¡Yo haré lo que su señorí­a me mande, pues no pensé que mi burro tuviera parientes en la Corte!

La respuesta burlona de Torquemada le cayó en gracia al caballero, tanto que le compró el animal y se lo llevó a su casa. El asno resultó ser un espectáculo agradable para los que se divertí­an en su compañí­a. Su nuevo amo lo llevaba consigo dondequiera que iba, como lo hací­a antes Torquemada. Pero ahora la gente no calificaba al asno de «burro», porque no lo asociaba con la mala compañí­a de Torquemada. Al contrario, hablaba bien de él porque iba bien acompañado. Por algo serí­a que a este cuento titulado Torquemada y su asno el gran lingüista Covarrubias de Toledo le puso el subtí­tulo: «De los que dondequiera que vayan, llevan en su compañí­a un necio pesado».

La gracia de este cuento es que quien iba mal acompañado no era Torquemada sino su asno, de modo que cuando el pobre burro cambió de amo, y por tanto de compañí­a, se arregló todo.

Ya hací­a bastantes siglos que San Pablo habí­a consignado una variante de este refrán. «No se dejen engañar -les escribió a los corintios-: "Las malas compañí­as corrompen las buenas costumbres." San Pablo sabí­a que conocer a Dios es andar bien acompañado, al igual que el salmista David, que dijo: «Yo no convivo con los mentirosos, ni me junto con los hipócritas; aborrezco la compañí­a de los malvados; no cultivo la amistad de los perversos. Señor, tu gran amor lo tengo presente, y siempre ando en tu verdad». David sabí­a por experiencia que no hay mejor compañí­a que la de nuestro caballeroso Dios. Él no nos obliga a servirle; nos invita más bien a andar con Él, a disfrutar de su compañí­a y a cultivar su amistad por toda la eternidad.



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