En días pasados, los panameños escuchamos una vez más, una serie de informaciones sobre el vil negocio de la trata de blancas, denominado en nuestro medio prostitución clandestina, mediante el empleo de mujeres procedentes de Colombia y el Caribe, lo cual constituye una nueva variante de esclavitud con conexiones internacionales que maneja cuantiosos recursos económicos y corrompe a su paso, a funcionarios y empresarios en su afán de lucro desmesurado.
Lo más cínico de esta escalonada práctica es la manera con que nuestras autoridades migratorias y de policía a veces simulan desconocen los nexos de esta transnacional del vicio y la explotación humana.
Camine usted por las calles de Panamá, intérnese y accese al mundo nocturno de bares, cantinas y burdeles para que escuche de labios de las propias protagonistas, desgarradores testimonios sobre el engaño a que son sometidas por las mafias que operan, gracias al soborno y la impunidad de quienes dicen no ver ni oír.
Nadie mejor que alguien que haya pertenecido a una institución relacionada con asuntos migratorios, laborales y de política, para saber con lujo de detalles cómo se mueve la extensa red de contactos, movilización y entrada al país del personal humano, dedicado al oficio de la prostitución.
Preguntas tan sencillas como, qué hace una persona o empresa teniendo en su poder el pasaporte o el permiso de trabajo de otra persona, nos llevan a concluir que la complicidad es generalizada y las ganancias van más allá de los participantes visibles en el negocio.
Esta situación refleja además la situación crítica por la cual atraviesan las economías de otros países del continente que buscan apoyarse en nuestras facilidades locales.