«¡Ese es el ladrón, ese es el ladrón; agárrenlo!», gritó la anciana histéricamente. Y el gentío que acudió en auxilio de la víctima en aquel suburbio de Lima, Perú, dirigió la mirada hacia Freddie Meza. Freddie no era más que un inocente y despreocupado joven que había corrido junto con los demás sólo para ver a la anciana a la que le habían robado la bolsa de comestibles.
La multitud, enceguecida, agarró a Freddie, le ató una soga al cuello, cavó un hondo pozo y lo arrojó al fondo. Querían sepultarlo vivo. Sólo la oportuna intervención de la policía lo salvó de la muerte.
«Cuando empezaron a sepultarme -dijo luego Freddie- abrí la boca para tomar un poco de aire, y sólo tragué un bocado de tierra».
Los noticieros de los últimos años han informado acerca de varios casos similares ocurridos en distintas partes del mundo: personas enterradas Viva, Crítica en Líneas, ya sea por avalanchas de nieve o desprendimientos de tierra, o por la locura de quienes desean castigarlas o matarlas. Y en todos estos casos las que han podido salir vivas del trance han contado la misma experiencia: la necesidad desesperada de aire para respirar.
Es posible permanecer durante horas y hasta días con una pierna presionada y todavía salvarse. También se puede estar mucho tiempo bajo escombros sin luz ni agua ni comida, y sobrevivir. Pero casi nadie aguanta más de tres minutos sin poder respirar. La falta de oxígeno es mortal después de ese lapso de tiempo.
Así como necesita oxígeno nuestro cuerpo, también lo necesita nuestra alma. Las luchas y las penas de la vida la destruyen y la asfixian. Pero hay un respiro para el alma y el corazón atribulados. Jesucristo dijo: «La paz les dejo; mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo. No se angustien ni se acobarden» (Juan 14:27).
Para toda necesidad emocional y espiritual, hay un oxígeno espiritual, una frescura divina, que alienta el alma destruida y da vida al corazón muerto. Cuando Cristo toma control de la mente de la persona sin esperanza, ocurre algo extraordinario. Una fe viva, que ya se había perdido, se posesiona de ella y la lleva a respirar de nuevo el aliento de la esperanza. Permitamos que Cristo, el oxígeno divino, entre en nuestro ser, para que nos infunda ese aliento vital.