Todos anhelamos con lograr algo especial en nuestras vidas. Sólo unos pocos de hecho lo logran.
Algunos tienen sueños de fama, grandeza y camionadas de dinero. Para otros, los sueños son más íntimos, como graduarse en una carrera difícil o meterse a misionero o activista para ayudar al prójimo.
Sin embargo, la mayoría de nosotros mantenemos los sueños ahí en nuestras mentes, en nuestros corazones, y no trabajamos para hacerlos realidad.
Esos sueños son como una llamita que nunca termina de apagarse. No importa cuántas veces digamos "eso es muy difícil", o sencillamente dejemos de pensar en ella por falta de voluntad.
Es por eso que duele tanto en nuestro interior cuando vemos a otros luchar muy duro por conseguir sus sueños y lograrlo al final. Dentro de nosotros, sabemos que nosotros podríamos estar también en el lugar de ellos. Pero tuvimos miedo de intentarlo, o nos faltó disciplina y tenacidad.
Y duele porque en muchos casos, los sueños son llamados del destino que nos dan una luz sobre el camino que debemos andar para alcanzar la felicidad, sin importar todos los obstáculos que se nos pongan enfrente.
Y suele ser que el camino hacia nuestros sueños es el más incierto, el más lleno de tentaciones y el de mayor riesgo. Pero no cabe duda que por esas mismas características, llega a ser también el más gratificante.
No hay forma en que podamos deshacernos de los sueños. Siempre estarán ahí. La decisión está en nosotros de trabajar por verlos realizados, o sencillamente ponerlos en el congelador y luego preguntarnos sobre el "cómo hubiese sido".