OPINION

HOJAS SUELTAS
El barbero

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Por Eduardo Soto P.
Periodista

Se me está cayendo el pelo. Esto se convirtió en un verdadero problema para mi barbero, a quien atormenté por casi un año, porque acometía su labor de desmonte sin los cuidados que un cocobolo precoz como yo, necesitaba. Cuando Javier, que así se llama el fígaro de mis malos ratos, terminaba conmigo, parecía más un fósforo consumido por las llamas, que un ser humano.

Con el tiempo y mucha paciencia aprendimos los malabares del corte que necesita un vulgar calvo, y desde entonces no hay problema alguno. El cabello sigue cayéndose criminalmente, pero la tijera mágica de Javier hace el milagro del ocultamiento eficaz para evitar la peluca.

Este peluquero es un tipo tranquilo, asiste a una iglesia evangélica y le gusta leer. Tiene un localcito aséptico en la calle 13 Santa Ana, que siempre se convierte en centro de tertulia política o deportiva. En realidad, la barbería parece más una clínica, y él tiene un temperamento de pediatra, apacible como el de un abuelo pescador. Uno llega, se sienta, y el diálogo fluye siempre igual: Hablamos del clima, de economía, de Samy y Sandra, de Mireya y su presidencia pasional, los asaltos bancarios, y de la vida y obra de nuestros amigos comunes. Todo es muy sereno y repetitivo, como debe ser cuando la amistad es vieja y buena.

Hasta ese día cuando encontré a Javier hecho una fiera. Entré en "El Barrio Viejo" -que así se llama el localcito- y él estaba hablando sobre las reformas tributarias, la matanza de Darién, y de otras maravillas del gobierno, con un marchante al que no conozco. Me hizo señas que me sentara en el sillón giratorio, y así lo hice. Me puso el cobertor sin parar su charla (cada vez en un tono de voz más alto), y con furia salvaje apretó las tenazas en mi cuello. El tipo ya se había marchado, y él seguía protestando por el asunto. Me miró por el espejo y dijo algo así: "este gobierno no sabe lo que está haciendo; nos va a matar de hambre".

Empecé a coger miedo porque tenía en la mano la navaja de afeitar, y me la acercaba a la cara mientras advertía, en un susurro de caníbal: "si no fuera por mi religión, porque tengo en mi corazón al Señor Jesucristo, hace rato hubiera agarrado un fusil y me hubiera desgraciado en la vida de más de cuatro bellacos".

Una baba blanquecina se asomaba por la comisura de sus labios, y le temblaban las manos. Javier se estaba convirtiendo en uno de esos desesperados, a quien la sociedad en su injusticia convierte en depredador, y todo estaba ocurriendo frente a mí. Pensé que así debe estarle ocurriendo a muchos otros, no tan cerca de la Biblia como mi amigo.

Cuando salí de la barbería, a la que le falta el perpermín giratorio de esos años idos, yo también temblaba. Pero no de rabia, si no por el pavor que me hizo sentir Javier en su furia demencial, y porque me di cuenta que así es que empiezan las guerras civiles en todos los pueblos pobres y descorazonados. Y, lo que más me duele, creo que por todo el susto ese día perdí dos libras de cabello.

 

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