HOJA SUELTA
Casas inmortales

Eduardo Soto

Pensé escribir sobre esa mujer que veía todas los días a las cinco de la mañana, antes del desayuno, cuando yo iba a comprar pan. La tengo viva en el depósito de recuerdos, así como están casi todas las cosas de mi San Felipe amado

Pero más la recuerdo a ella: Era trigueña, con un cuerpo lleno de curvas y un tafanario escandaloso, y una cabellera de india prensada por una vincha de carey. Por esos años, ella tendría entre 30 y 45 años, y estaba criando sola a dos hijos. Todos los hombres de esas calles deseaban con pasión primitiva a aquella mujer de ojos de animal salvaje, y un muchacho adolescente agobiado por las urgencias hormonales y fanático de las solitarias citas de amor a la hora de inmergirse, no fue la excepción. ¡Si supieran lo que me pasó con ella! Se los iba a contar, pero un piso de cemento pulido y labrado a mano hace 63 años me quitó la idea. Lo de esa mujer lo cuento después.

El piso inmortal lo vi en la casa de mi tía Clara en Chitré. Es un edificio de barro y madera que se conserva intacto después seis décadas. Lo que pensé que eran mosaicos en el piso resultó ser un trabajo artesanal hecho con un molde de madera, al que le tallaron una flor. Con este pedacito de madera y una hebra de hilo pabilo, uno de mis tíos estampó a mano cientos de florecillas que todavía hoy brillan como recién hechas. Lo más sorprendente es la huella que hicieron con un pie de mi prima Agustina cuando apenas tenía unos meses de nacida, y se conserva todavía. Agustina acaba de cumplir 64.

El techo de teja, las paredes de barro, las puertas y pilares de caoba: todo es original, levantado antes de la Segunda Guerra Mundial. A primera vista parece increíble que un edificio se mantenga por tanto tiempo. Sin embargo, cuando uno mira todo alrededor, es fácil entender cómo son las cosas en esos pueblos del interior, donde el tiempo se olvidó de pasar y uno siempre va a encontrar las cosas en el mismo lugar. Uno llega y ¡zas!, ahí está el desayuno de siempre esperándote: tortilla asada, queso blanco y café con leche. Allá, por ejemplo, los matrimonios son eternos. Como el de mis tíos Ema y Agustín. Él murió hace un año y medio y dejó triste y enamorada a mi tía, después de 65 años y trece hijos. Casi todos mis primos viven alrededor de la casa paterna, cuidando a la anciana madre a quien veneran y honran con gran cariño. Ya las cosas no son así. Menos en la capital. Por acá todo parece ser desechable. Incluso las casas y los matrimonios.

 

 

 

 

 

 



 

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