Cuarto Domingo de Adviento: Todo el Adviento está encuadrado en el marco global del nacimiento. Especialmente, de ese nacimiento acontecido en Belén, que representa el punto culminante de la historia de la salvación. A partir del mismo, la espera se transforma en realidad.
Sin embargo, este primer horizonte del nacimiento se transforma en otro ulterior. El Adviento nos prepara no solamente para el nacimiento de Dios hecho hombre, sino que prepara también al hombre para nacer él mismo de Dios. En efecto, el hombre debe constantemente nacer de Dios. Su aspiración a la verdad, al bien, a la belleza, a lo absoluto se lleva a efecto en este nacimiento. Cuando llegue la noche de Belén y, después, el día de la Navidad, la Iglesia dirá ante el recién nacido, que, como cualquier recién nacido, evidencia la debilidad y la insignificancia: "A los que lo recibieron los hizo capaces de ser hijos de Dios" (Jn 1, 12).
El Adviento prepara al hombre para esta "capacidad": para su propio nacimiento de Dios. Este nacimiento constituye nuestra vocación. Es nuestra herencia en Cristo. El nacimiento, que perdura y se renueva. El hombre debe nacer siempre de nuevo en Cristo de Dios; debe renacer de Dios.
El hombre camina hacia Dios, hasta llegar hasta El, el Dios vivo, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y llega, cuando Dios mismo se le acerca; en esto consiste precisamente el Adviento. El Adviento, que supera los límites de la trascendencia humana, supera asimismo el marco de las expectativas humanas. El Adviento de Cristo encuentra su plenitud en el hecho de que Dios se hace hombre y nace como hombre. Y, simultáneamente, encuentra su plenitud en el hecho de que el hombre nace de Dios y renace constantemente de Él. |