El brazo cuelga por entre las rejas, tiene 27 cicatrices que lo atraviesan de lado a lado. Son las marcas de cortadas hechas a propósito con latas de atún y cepillos de dientes afilados contra el piso.
Luis Muñoz, un negro panameño de ojos hundidos, dice que él mismo se hirió cuando tuvo infecciones en el estómago, los oídos, la nariz, la lengua.
Según él, si los custodios no hubieran visto los charcos de sangre en el suelo, nunca lo habrían llevado a la enfermería.
Cuenta que hace unos meses, forzado por el vómito y un dolor de estómago de dos semanas, derritió seis botellas plásticas de Coca-Cola y se quemó el otro brazo: en la clínica lo operaron de peritonitis, le dijeron que se estaba pudriendo por dentro.
El muchacho exhibe su llaga como si se tratara de una suerte de trofeo. Ahora su piel es morada, rugosa, remendada, es el diario de su tragedia en la cárcel.
El calor levanta el hedor de la basura acumulada en bolsas de papel amarradas a los barrotes. Las moscas revolotean sobre la boca de un anciano tumbado sobre cartones y se posan en la saliva seca de sus labios partidos.
Mauricio, un hombre sin dientes, dice que sólo esos insectos se alimentan bien. En las celdas, hechas para treinta personas, hay cincuenta internos amontonados. La comida no alcanza, el sol estalla en el techo de hojalata, los guardias también sudan. Sólo hay dos baños divididos por una cortina azul con gaviotas estampadas. Huele a leche agria, las moscas agitan las
alas.
Afuera, en Ciudad de Panamá, a esta prisión la conocen como el Complejo Penitenciario La Joya. Adentro, los presos la llaman la sucursal del infierno.
PASAPORTES INFECTADOS
En La Joya hay seis pabellones de máxima seguridad y otros doce, en una zona denominada La Joyita, donde aseguran que sólo internan a quienes cometen delitos menores o están en proceso de investigación. Eso no se cumple.
Una vez, en esos galpones de cemento y hierro levantados en la provincia de Pacora, a una hora de la capital, funcionó el Fuerte Cimarrón desde donde el Ejército panameño trató de defenderse de la invasión de los Estados Unidos en 1989. Ante el fracaso militar, la construcción fue adaptada para albergar a 7.400 convictos.
Ahora, allí hay 11.600 prisioneros, 429 son colombianos.
Carlos Landero, director del Sistema Penitenciario, asegura sin dudarlo que todos los colombianos están allí por tráfico de estupefacientes y que las 32 mujeres recluidas en la cárcel de San Miguelito, cayeron por servir como 'mulas'.
Este año el índice de hacinamiento de las 17 cárceles que hay en Panamá llegó al 158%.
Un ex funcionario del servicio de inteligencia dice que la sobrepoblación carcelaria obedece a que las organizaciones delictivas colombianas extendieron sus tentáculos hasta ese lado de la frontera. Según él, los narcotraficantes están lavando tanto dinero en Panamá, que sólo para el 2007 la inversión prevista en el sector de la construcción es de 10.500 millones de dólares.
Pero Migdalia Miranda, asesora jurídica del consulado colombiano, dice que parte del problema tiene que ver con esa rara enfermedad que llaman estigmatización.
La abogada cuenta que por lo menos 128 nacionales privados de la libertad están encerrados por simples indicios: por conocer a alguien, por compartir un taxi, por comprar en un almacén.
Las autoridades, dice Migdalia, ven a los nacionales como portadores de un virus que les otorga, de inmediato, el 50% de culpabilidad en cualquier caso.
J.J., un pereirano que recuperó la libertad hace poco, es una prueba de ello. En el 2001, en la vía España, una avenida de cuatro carriles, centros comerciales, rascacielos y avisos de neón, fue detenido por haber ido a bailar a la discoteca que, decían, pertenecía a un capo colombiano.
J.J. fue acusado de ser su testaferro. Sólo cinco años después se demostró que él apenas era un carpintero que estaba de vacaciones.
LLORA LAGRIMAS DE PUS
Juan Pablo Lopera tiene los ojos verdes y su risa es un milagro, uno capaz de hacerle frente a adversidades atroces: tiene el lagrimal obstruido y el médico de la cárcel no le cree. Por eso, cada dos horas, él mismo tiene que pellizcarse los párpados para drenar la materia que se le acumula por dentro. Sus lágrimas son amarillas, espesas, realmente dolorosas.
Cuenta que lleva treinta meses encerrado por haber negociado un apartamento en Panamá. En Medellín, él era un panadero y una vez fue futbolista del club Millonarios. Ahora es sindicado de lavado de activos, pero ni siquiera sabe en qué etapa va el proceso: en los 917 días que ha permanecido en La Joya todavía no lo llevan a audiencia.
Su familia está quebrada.
En Panamá, cualquier abogado que lleve un caso de droga o enriquecimiento ilícito, cobra diez mil dólares por adelantado. Juan Pablo dice que se valen del desespero de los colombianos para engañar y mentir, para prometer libertades que rara vez llegan.
'H', un bogotano que lleva tres años en la prisión, cuenta que ha visto compañeros de celda que han hipotecado la casa, hecho préstamos, sacado a los hijos del colegio, para pagar cuentas de cien mil dólares. Algunos de ellos todavía están por ahí.
Juan Pablo a veces los consuela. Él se ha convertido en el médico del pabellón seis, ese donde los colombianos están junto a mexicanos, guatemaltecos, italianos. En su celda hay un vademécum, la biblia que usan los doctores de verdad para recetar pastillas y jarabes.
'H' dice que si no fuera por él, muchos morirían. El año pasado un panameño que no fue atendido a tiempo falleció de un paro cardíaco en la puerta de la celda.
En La Joya el agua que sale de las llaves se bebe con gotas de Clorox, ese blanqueador de ropa hecho con hipoclorito de sodio.
'Caliche', condenado a 80 meses, cuenta que es preferible el sabor a límpido antes que morir envenenados.
Hace quince meses el abogado Javier Justiniani, a través de pruebas de laboratorio, demostró que el líquido estaba contaminado con heces fecales.
Aún así, dice 'Caliche', el agua es una bendición. Hace dos años no hubo fluido durante tres mes y los baños colapsaron. Entonces, los internos tenían que pararse sobre los inodoros y empujar sus excrementos con los pies para que no se regaran hasta los camarotes.
LA LARGA ESPERA
José Jesús Trujillo Montaño es el preso colombiano de mayor edad recluido en Panamá: nació en Palmira hace 67 años y en 1994 fue condenado a 240 meses de prisión por haber matado a dos hombres y tres perros.
El anciano vivía en Taimatí, un pueblo fronterizo en la zona de El Darién donde sembraba yuca, plátano, pescaba corvinas y vendía madera que talaba de Guayacanes, Caobas, Espinosos y Robles. Allí, recuerda, era feliz.
Su hija Yamaira jugaba con gansos y gallinas amarillas. Tenía una casa de ventanas grandes donde su esposa le preparaba sopas de pollo y tortas de banano maduro.
Pero un día, mientras él pescaba, dos hombres enfermos, que eran hermanos, violaron a la niña. Entonces él enloqueció.
Con el rifle que utilizaba para cazar codornices, patos salvajes y tigrillos, les disparó. También mató a sus mascotas.
José Jesús todavía recuerda cuando encontró a Yamaira sangrado, los quejidos, su angustia por no poder aliviarle el dolor cuando la niña se tocaba el estómago y le decía "papito, me duele, me duele mucho".
Por eso dice que no está arrepentido, aunque no piden que lo entiendan. Esas cosas, explica, sólo las comprenden algunos padres.
Debido a la larga condena y a su buen comportamiento, él ahora permanece en el Centro de Reclusión El Renacer: una prisión a las orillas del Canal de Panamá, en la vía a Colón, a la que algunos llaman la cárcel VIP por no tener problemas de hacinamiento, ofrecer servicios públicos sin cortes y dar mejor comida a los internos.
Dice que sólo está esperando los ocho años que le faltan para ir a buscar a su familia y decirle a Yamaira que la quiere mucho. En doce años, nunca la ha visto.
ANTECEDENTES
Debido a la sobrepoblación carcelaria, además de la comida, en La Joya escasean los custodios. Por eso, desde hace dos años, la seguridad del penal fue reforzada por 500 hombres de la Policía.
Contra los uniformados, los internos han hecho graves denuncias acusándolosde maltrato físico y sicológico.
Sólo en enero de este año, 23 prisioneros panameños recluidos en La Joyita, se quejaron ante la Defensoría del Pueblo. Ellos aseguraron que diez policías los acostaron en el piso, les caminaron por encima y los patearon.
Los colombianos permanecen separados de los reclusos panameños para evitar que éstos últimos abusen de ellos. Antes, cuando no existía esa división, aprovechando que son mayoría, los panameños los robaban y les cobraban cuotas de seguridad. Quien no pagara, era golpeado o herido con chuzos y punzones.
Hace dos meses, Franklin Becerra, un colombiano que tenía a su cargo la venta de gaseosas, galletas, panes y agua embotellada en el pabellón de extranjeros de La Joyita, recibió once puñaladas de un grupo de reclusos panameños que buscaba robarle las ganancias.