Fría y lacónica era la esquela que Pamela Strother, empleada de banco, encontró en su correspondencia esa mañana. Era una comunicación de su banco en la que le decían que en dos meses más quedaría cesante. Para Pamela, joven soltera de veintiocho años de edad, y sin muchos amigos ni mucha familia adonde acudir, la esquela era como un puñal que le clavaban en la espalda.
Pocos días después, todavía trastornada por la pérdida del empleo, Pamela recibió otra esquela. Esta venía de la Lotería de Chicago, Illinois, donde ella vivía. En ella le comunicaban que era la ganadora de un gran premio: tres millones setecientos mil dólares. Una buena noticia venía para aliviar el efecto de una mala.
Si pensamos un poco, esta pobre vida humana tan problemática que llevamos está llena de buenas y de malas noticias. El bien y el mal se entrelazan continuamente en nuestra existencia. La enfermedad y la salud se alternan una con otra; los días buenos siguen a los malos y los malos a los buenos; hoy reímos y mañana lloramos.
En definitiva, nada podemos dar por sentado. Las lágrimas siguen a la risa, y el placer sucede al dolor. Si hoy estamos pobres, mañana un golpe de fortuna puede hacernos ricos. Como dice la Biblia en el Eclesiastés: «Todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo» (3:1).
O como expresara el poeta mexicano Juan de Dios Peza:
El carnaval del mundo engaña tanto,
que las vidas son breves mascaradas.
Aquí aprendemos a reír con llanto,
y también a llorar con carcajadas.
Algunos llaman a esto la eterna inseguridad humana; otros lo llaman: «La ley de las compensaciones». Otros le dicen: «La ley de la cosecha», debido a que «cada uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6: 7). Pero lo cierto es que no importa lo que suframos en la vida, ni cuánto gocemos (el sufrimiento y el gozo son simples alternativas), se abre para nosotros, más allá del día de la muerte, la posibilidad de dicha eterna, como también la posibilidad de desdicha sin fin. Cielo o infierno nos esperan allá, al fin del camino.
¿Cómo asegurarnos esa dicha eterna, que será inmutable, sin mermas ni altibajos ni cambios? Recibiendo hoy a Cristo como Señor y Salvador. Sea que hoy estemos llenos de felicidad, o estemos apurando la copa de la amargura, ¡necesitamos a Jesucristo!