Arden otra vez las barricadas de París. En apariencia, el fuego no se enciende por razones comparables en estatura y dignidad a las de 1968.
Simplificando, lo de los inmigrantes no les parece, a quienes pastorean la opinión pública, el resurgimiento de alguna utopía crítica capaz de merecer alguna consideración.
Al otro lado del mundo, un sorprendente Hugo Chávez, de la mano de una superestrella del espectáculo como Maradona, se daba el lujo de perpetuarle a Bush las tribulaciones domésticas que la guerra de Irak, los huracanes, las torturas organizadas por Cheney, las mentiras para encubrir la exposición perversa de sus propios espías, y otros desvaríos del poder le imponían allá.
La anticumbre también encendió hogueras con las barricadas del saqueo. ¿Qué tienen que ver los incidentes de los guetos de la inmigración contestataría con el incendio del Banco de Galicia en Mar del Plata, Maradona, el Alca y el presidente Chávez? Es casi irresistible la tentación de contestar que nada. En realidad esa tentación reduccionista está siempre dispuesta a funcionar. Especialmente si se trata de asuntos étnicos o culturales. Para un blanco europeo, por ejemplo, una matanza en África siempre será posible explicarla como un asunto tribal, étnico o cultural. Eso tranquiliza sus conciencias y desplaza la responsabilidad a la barbarie ineludible de los pueblos inferiores.
Por esa vía se eluden las tensiones y relaciones de fuerza y de poder que el colonialismo, los nuevos colonialismos, las hegemonías globalizantes, los intereses estratégicos del primer mundo y las camarillas locales de la codicia imponen en la vida de esos pueblos. Los incidentes de París también pueden leerse cómodamente como la conducta desviada de migrantes incapaces de insertarse en un mundo complejo y ajeno.