SUCESOS


Muerte espantosa de cinco personas

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Eduardo Soto P.
Crítica en Línea

Un bus. Se cruzó al paño contrario en la autopista y chocó de frente contra la vorágine de carros apurados que se desprendía desde el sector Oeste. Cinco muertos. Era de mañana, una hora histérica; tiempo de velocidad y urgencia, de largas filas y pugna por llegar primero al puente de Las Américas, donde el tranque se adelgaza. Es uno de los momentos del día cuando la autopista se torna insegura; quien entra se juega la vida... y a veces la pierde.

Pero nunca como ayer. Tres carros se dieron un primer encontronazo con el bus, que pasó sobre ellos como animal salvaje, herido, y fue a parar a un barranco. El pasajero de uno de los autos salió disparado y cayó en el pavimento con las piernas rotas. Dejó el rostro en el carro. Murió en el acto. Fallecer así lo salvó del fuego. Después del choque inicial y los subsiguientes (fueron seis golpes mortales), sobrevino el estallido.

La hoguera abrasiva dio cuenta de la piel de todos: la carne empezó a desprenderse, las ropas desaparecieron, el cabello abandonó los cuerpos, el metal, la tela sintética de los asientos, el plástico de las cabinas, todo se derretía sobre la pobre gente.

Dos horas después, cuando los bomberos cortaban la hojalata y descubrían el macabro espectáculo para los curiosos que estaban detrás del cordón policial, dos cadáveres hablaron con sus posturas de lo que hicieron cuando la muerte se los llevaba. Aunque no tenían manos, estaban en actitud de fuga, era el gesto de aquel que se aferra para no caer... o para huir. Tenían las vísceras expuestas, pero no por eso se dejaron vencer. Uno tenía el pie derecho en la calle, y el resto del cuerpo en el auto. Hasta se le veía un poco levantado, como impulsándose para salir. Era un hombre; lo que quedó de sus genitales lo denunciaba. El otro murió sobre la tapa del maletero, cuando se escabullía por el vidrio trasero. ¿Hombre o mujer? Quién sabe. Era el cuerpo con el gesto más expresivo, de terror, de carrera contra la muerte, como trepando por una pared, casi se le podía oir gemir. Las flamas lo detuvieron.

Otro de los cadáveres terminó sentadito frente al timón. Pareciera que ni siquiera intentó mover un brazo. Tal vez estaba muerto cuando el infierno se desató. Dejó caer la cabeza sobre el hombro derecho, y ya. Todos quedaron reducidos a una masa negra, que rezumaba el viscoso líquido pardusco de la grasa corporal. Nervios. Sanguaza. Huesos. Tripas. Algo que podía ser un corazón se veía al fondo del hueco en que quedó convertido uno de los pechos. No latía. Tampoco había caras. Eran esqueletos ennegrecidos.

 

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