El cadáver de Toño Díaz estaba en la camilla, tapado con una pálida sábana del Seguro Social, y parecía dormido. Esther, la viuda, le daba palmaditas cariñosas en las mejillas y le pedía sollozante: "despierta, mi amor... despierta, cariño mío".
Juan Antonio, el hijo varón, con su porte ciclópeo de seis pies dos pulgadas y doscientas treinta libras de peso, parecía un bebé dándole besos a las manos muertas de su padre, llorando y gritando por la fatalidad de no tenerlo más. Diamar, la hija, intentaba darle fuerzas a su mamá y su hermano, pero lo hacía derramando tantos litros de lágrimas, y con la voz tan quebrada, que no convencía a nadie. La estudiante de periodismo Joyce Baloyes y yo mirábamos fríos la desgarradora escena desde la puerta del cuarto de hospital.
Y hasta el personal médico, tan acostumbrado que debe estar con la muerte, tenían en la cara esa mueca lastimera que abunda en los velorios. En ese instante exacto empezó el lunes para mí. No antes. Ni en la madrugada cuando no podía dormir. Ni en la Universidad, donde fui a dar una charla muy temprano. Ni al mediodía, cuando la periodista Minnie Morán irrumpió como un tifón chino en la oficina donde yo estaba, para decir con su voz de gatito recién nacido: "El señor Toño murió y Diamar, [quien también es periodista, y trabaja en Crítica] está desesperada". No, el lunes 22 de octubre empezó con doce horas de retrasó, cuando Toño Díaz estaba ciertamente muerto en una camilla, y el mundo se le vino encima a la familia.
DESDE SU CONDICION DE DIFUNTO, TOÑO INSISTIO EN IMPARTIRME LECCIONES
Me enseñó, a través del hijo, que no importa el tamaño ni la edad del hombre, siempre se puede llorar como un crío cuando el destino te arranca de raíz un pedazo de tu alma. Usó a otra de sus hijas, Rosita [quien viajó desde Chicago para despedir a su papá el mismo día que ella cumplía 36 años], y me mostró que la belleza espiritual sabe conjugarse con la física, en un equilibrio que tiene que venir de Dios, porque si no tuviese que empezar a creer en las hadas. Y en Tanya, la mayor de todos, aprendí a sufrir con dignidad y en silencio, como lo hacen las esfinges.
Toño me enseñó esa tarde cuando se lo llevaron a cremación, en un último amago de virtuosismo muy propio de él, que ser ejemplo de los demás es vivir eternamente. Que la muerte no vence a la gente creativa y estudiosa. Que no importan la cantidad de años, sino la calidad de la sazón que se le ponga a esa sopa humeante que es la vida. |