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¡Bienvenido al cielo!

Hermano Pablo | Reverendo

Me sentí admirado, confundido y perplejo al entrar por la puerta del cielo, no por lo esplendoroso del ambiente, ni por las luces ni por todo lo bello.

Algunos a quienes vi en el cielo me dejaron sin habla, y quedé sin aliento: ladrones, mentirosos y alcohólicos... ¡como si aquello fuera un basurero!

Estaba allí el niño que en séptimo grado al menos dos veces me robó el almuerzo. Junto a él se encontraba mi viejo vecino que nunca dijo nada amable ni sincero.

Muy cómodo, sentado en una nube, vi a uno que imaginaba ardiendo en el infierno.

Y pregunté a Cristo: "¿Qué está ocurriendo aquí? Quisiera que ahora me explicaras esto. "¿Cómo han llegado aquí esos pecadores? Creo que Dios debe de haberse equivocado.

Y ¿por qué están boquiabiertos y callados? Explícame este enigma. ¡No comprendo!"

"Hijo mío, te contaré el secreto. Todos ellos están asombrados. ¡Nunca ninguno se hubo imaginado que tú también estarías en el cielo!"1

Este poema acerca de "La gente en el cielo", escrito por Taylor Ludwig y traducido del inglés por el poeta Luis Bernal Lumpuy, nos hace reflexionar sobre los requisitos para entrar en el cielo. Para efectos de este mensaje, le hemos puesto por título "¡Bienvenido al cielo!", a fin de poner de relieve su moraleja: que muchos se sorprenderán al descubrir que a otras personas, presuntamente menos buenas que ellos, Dios les haya dado entrada en el cielo. ¿Acaso merecen pasar la eternidad en tal lugar? ¡Es el colmo que Dios les dé la bienvenida!

Lo cierto es que no hay ninguno de nosotros, ni uno solo, que merezca semejante destino.2 No hay nada que nadie en el mundo pueda hacer para merecer o ganarse la entrada en el cielo, porque ya todo lo hizo Jesucristo. Cualquiera que piense que su buena conducta, sus buenas obras o sus penitencias sean la moneda con que se compra el boleto de entrada no sólo se engaña a sí mismo sino que ofende a Dios. Porque esa actitud de autosuficiencia es lo mismo que decirle a Cristo: "Tu muerte en la cruz por mis pecados no bastó para salvarme.

La única llave que abre la puerta del cielo es la llave de la misericordia, del gran amor y de la gracia de Jesucristo, el Hijo de Dios.



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