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  OPINIÓN


Cuando se rechaza el perdón

Por: Hermano Pablo | Reverendo

Cuando Martín Dalton tenía veintiocho años de edad mató a una persona. Esto sucedió en el estado de Rhode Island. Allí lo arrestaron, lo juzgaron y lo condenaron a cadena perpetua. Después de estar treinta y dos años en la cárcel, un abogado, de esos que escarban juicios antiguos, se interesó en el caso de Dalton.

El jurista revisó la vieja causa y halló atenuantes a favor del condenado. Hizo sus estudios y escritos y, apelando al juez, consiguió el perdón para el preso, que ya era un hombre anciano.

Cuando Dalton salió de la cárcel, se dio cuenta de que le era imposible vivir en libertad. Ya no tenía parientes ni amigos. No podía conseguir trabajo por ser un exconvicto. La vida en la sociedad se le hacía mucho más difícil que la vida en la cárcel.

Pidió entonces que lo readmitieran en la prisión, pero eso no era posible. Tenía un perdón del gobernador, lo cual no le permitía su reingreso a la cárcel.

Dalton acudió al mismo abogado que le había conseguido el perdón. "¿Qué puedo hacer? -le dijo-. Necesito volver a la cárcel. En libertad no puedo vivir."

El abogado volvió a escudriñar los códigos penales. Por allá encontró que había una antigua ley del estado que decía que todo perdón otorgado por el gobernador tenía que ser aceptado por el interesado. De lo contrario, el perdón era nulo. Dalton entonces rechazó oficialmente el perdón. Al no aceptarlo, volvía a ser culpable. Con eso regresó a la cárcel, y esta vez definitivamente.

Así mismo hacen muchos con el gratuito y eterno perdón de Dios. Él quiere perdonarnos, pero somos nosotros quienes lo rechazamos. El que va a la condenación eterna no va porque Dios no lo quiera salvar ni porque la obra de Jesucristo en la cruz del Calvario no sea perfecta. Se condena eternamente porque rechaza, por su propia voluntad, el perdón divino.

El que ha permitido que Cristo sea el Señor de su vida ya ha aceptado ese indulto divino. Pero hay perdón también para el que aún no lo ha aceptado. Puede hacerlo con sólo decirle al Señor: "Acepto tu muerte en la cruz como expiación por todos mis pecados." Una vez que lo haga, va a querer compartir con los demás la decisión que ha tomado, como también el efecto que esa decisión ha tenido en su vida. Porque el perdón y la paz habrán entrado a raudales a su alma, como la luz cuando se abren las puertas y las ventanas.



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