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La única recomendación

Por: Hermano Pablo | Reverendo

Un niño cubierto de harapos llegó al orfanato Bernardo en Londres, Inglaterra, para pedir que lo admitieran. El doctor Bernardo, director en aquel entonces del orfanato, recibió al niño en su oficina, pero le dijo:

-No te conozco, hijo. ¿Quién eres?

-Me llamo Miguel -le contestó el niño.

-No, Miguel, no me refiero a tu nombre. Lo que necesito saber, más bien, es quién te recomienda.

El niño miró de reojo sus harapos y respondió:

-Señor, yo creí que esta ropa vieja era la única recomendación que necesitaba.

Al oír esto, el doctor Bernardo lo tomó del brazo, lo miró fijamente a los ojos y le dijo:

-Tienes razón, hijo. Esa es la única recomendación que necesitas.

Esta anécdota nos lleva a reflexionar sobre nuestra condición espiritual. Pues así como al niño le convino reconocer su condición material, también a nosotros nos conviene reconocer nuestra condición espiritual. Sólo que una cosa es reconocerla, y otra es considerarla una recomendación ante Dios.

Muchos dicen: "Yo quisiera llevar una vida que agrade a Dios, pero no puedo".

Al igual que el niño de la anécdota, éstos reconocen su condición sucia y harapienta; pero a diferencia de él, no reconocen que esa suciedad es precisamente la recomendación que Dios busca. El profeta Isaías puso el dedo en la llaga cuando dijo: "Todos nuestros actos de justicia son como trapos de inmundicia." Pero Jesucristo respondió: "No son los sanos los que necesitan médico sino los enfermos. No he venido a llamar a justos sino a pecadores para que se arrepientan."

Así que, como dice Juan el apóstol, "si afirmamos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos". Pero esa condición espiritual harapienta no nos impide que nos acerquemos a Dios, sino todo lo contrario: es lo que nos recomienda. Si queremos cambiar nuestra ropa sucia y andrajosa por ropa limpia y resplandeciente, es mejor que no lo intentemos mediante nuestros propios esfuerzos -tales como la autodisciplina, las penitencias y las buenas obras-, sino que le confesemos nuestros pecados a Dios. De hacerlo así, añade San Juan, Dios "nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad". Y por si eso fuera poco, nos recibirá, pero no como huérfanos sino como hijos adoptivos, y no en un orfanato sino en nuestro hogar celestial.



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