HOJA SUELTA
Cáncer
Eduardo Soto P.
Me diagnosticaron
cáncer.
Todo empezó una mañana de domingo a principios
de abril, dentro de mi achacoso pero leal carro. Una burbuja
de sangre estalló en mi garganta sin avisar, en una emboscada
de dolor y lágrimas que me hizo desistir de mal entonar
la canción de Perales que sonaba indiferente en la radio.
Tosí, traté de arrancar de mi garganta esa docena
de alfileres que parecía tener atascados, pero nada. Yo
no lo sabía entonces, pero una enorme daga de hielo había
entrado para siempre en mis cuerdas vocales... y en mi vida.
Después de una semana, el dolor y el miedo fueron irreprimibles.
Fui a una clínica cerca de la oficina y me ayudaron a
soportar ese raro episodio que aún no termina; pero el
asunto era muy complicado, y tuve que ver a un otorrinolaringólogo.
Busqué al azar en un hospital privado, y la única
de turno fue una especialista gorda y de muy mal carácter
que me arruinó varias semanas de mi vida. Fue ella quien
luego de cientos de dólares en consultas y medicamentos,
y dolorosos exámenes, me dijo que mi caso era grave; entre
bostezos y cálculos turcos en torno a lo que ella cobraba
por la operación, me comentó: "Todo indica
que lo suyo es cáncer".
Esa noche bebí ron a raudales, y lloré abrazado
a mis hijos. No creo temerle a la muerte como la entendemos los
panameños (flores, rosarios, café, trajes negros,
y dominó); pero me fastidió tener tantas metas
sin alcanzar en la agenda. Por ejemplo, sueño con escribir
un cuento sentado a la mesa de un café en la Puerta del
Sol, en Madrid; o en alguna de las zonas ajardinadas de Buenos
Aires; o, porqué no, en el hotelito que quisiera levantar
en las montañas chiricanas, camino a Bocas del Toro vía
terrestre. De la noche a la mañana, nada de eso se iba
a poder.
No me gustó saber que me iba a morir, así que
me fui a ver otro médico: un pediatra. Yo también
me sorprendí cuando me enteré de su especialidad,
pero me explicó que también es otorrino. Su nombre,
Héctor Chepote. Este señor abrió mi boca
y me miró con ternura la garganta. Con delicadeza me dijo:
"usted no tiene cáncer ni nada de eso (...) usted
sufre de reflujo", es decir, los ácidos estomacales
suben por el conducto digestivo y me queman la garganta. No fue
necesario nada más... ni más dinero, como quería
la gorda.
Hoy duermo tranquilo. La daga sigue ahí, clavada en
mis cuerdas vocales, pero no es para tanto; a Perales no le molesta
que no cante sus canciones. Otro médico amigo, Rafael
Pérez Ferrari, me ha ayudado a controlar el reflujo y
ha hecho que vea más cercana esa tarde en la Puerta del
Sol.
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