Este caso se aplica a todos en casa: padres, hijos, sobrinos, abuelos, y demás. Parece que el egoísmo y la individualidad exagerada no conocen límite. Por un lado, son los padres de familia quienes viven su vida sin que nadie más existiera.
Es conocidísimo el caso de papás que salen a beber el viernes y llegan uno o dos días después; o se aparecen cada vez de madrugada, sin dar explicaciones a nadie. Y cuando se les pregunta por qué se comportan de esa manera responden groseramente: "yo trabajo como un mulo y tengo derecho a relajarme". Así se va la vida, crecen los hijos y se pierde una familia.
Las mamás no son la excepción. Muchas viven en la calle, gastando dinero, con las amigas (¡o con amigos!), ignorando a sus hijos, abandonando a hombres buenos que se desviven por ellas, en un ambiente de degradación y lujo ficticio que pronto se vuelve contra ellas, y las convierte en una ficha del mal vivir.
El resultado es el esperado por todos: hijos sin autoestima, viviendo una vida loca y sin sustancia, muchachos que al inicio de su vida adulta no saben lo que quieren, ni quiénes son ni hacia dónde van.
Este fenómeno se extiende entonces a todos en la casa, y se empieza a perder el hogar. Nadie se ama ni se preocupan unos por otros ni se atienden ni tratan de ayudarse en las buenas y en las malas.
Al final nos queda lo que hoy tenemos: una sociedad extraviada, sin valores, adicta a la chinguia, el vicio, el dolo y la desvergüenza. Y es así como poco a poco nos acercamos al abismo de la destrucción y el aniquilamiento.