"Sólo traía a su regreso del viaje una maleta vacía y unas lágrimas amargas a flor de piel. Recordaba la cara triste de la madre el día de la despedida, pero sobre todo el silencio del padre. No había salido para reafirmarse en la vida, ni siquiera con el afán de correr una aventura, sino simplemente para llevarle la contraria al padre, quien le había advertido: "Los caminos están llenos de fango. Mejor esperas que pase la estación de lluvias." En tres días, la sangre se le había enfriado, los pies le dolían, la vida le pesaba.
"El perro ladró y los padres se levantaron, encendieron una luz y se asomaron por las rendijas. Reconocieron al hijo por la respiración agitada de animal hambriento y salieron a recibirlo. Pero él cerró los ojos, no por tristeza, sino para que las lágrimas no le apagaran la alegría a los padres."1
Esta viñeta de la obra Cuentos inofensivos del poeta cubano Andrés Casanova nos trae a la memoria la parábola del Hijo Pródigo que se encuentra en el Evangelio según San Lucas. Allí Jesucristo les cuenta a sus seguidores una historia bastante parecida, que concluye con las siguientes palabras del hijo: "Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo." Y así como en el cuento del poeta contemporáneo, la alegría del padre es tal que no sólo perdona a su hijo, sino que lo trata como invitado de honor.
Esta parábola es una de las mejores ilustraciones de la misión que impulsó a Cristo a venir al mundo. Al contarla, el Hijo de Dios se identifica con el Padre celestial en el amor que le tiene a la humanidad perdida. En ella nos da a entender que no importa si hemos sido rebeldes en extremo, si nos hemos alejado de Dios a tal grado que no pensamos que sea posible que vuelvan a cruzarse nuestros caminos, si hemos abandonado el calor del hogar simplemente para llevarle la contraria a un Dios cuyo amor nos ha costado trabajo comprender.
Aun así, con tal que volvamos arrepentidos, el Padre celestial nos espera con los brazos abiertos. Ha dejado la luz encendida, pues quiere que todo esté dispuesto para salir a recibirnos a cualquier hora que lleguemos. Pero no hace falta que cerremos los ojos para ocultarle nuestras lágrimas de remordimiento, porque Él derramará, con las nuestras, lágrimas de alegría.