Fue una petición extraña y poco común, aunque no del todo rara. "Doctor, si me ocurre algo grave -dijo Edward Winter, anciano de ochenta y dos años, -no quiero que me apliquen ningún método de resucitación. Déjenme morir en paz." Y el médico jefe del hospital accedió a la solicitud.
Poco después el anciano sufrió un derrame cerebral. El personal del hospital olvidó las instrucciones del médico y lo resucitó con aparatos. El anciano quedó semiparalizado, inutilizado por completo. De ahí que, entre él y su familia, entablaran una demanda contra el hospital "por no dejarlo morir cuando le llegó su tiempo".
Esa solicitud del anciano Winter es extraña, aunque no por completo, en estos tiempos. En todas partes se está debatiendo la misma controversia: ¿Es lícito, por medio de aparatos y químicos, prolongar la vida de una persona anciana y decrépita, en quien la naturaleza ha obrado y a quien le ha llegado el tiempo para dejar esta vida? ¿Para qué prolongar los sufrimientos, las angustias y los sobresaltos del moribundo cuando Dios, en su sabiduría y misericordia, ha dispuesto que la muerte alivie los dolores físicos y mentales de los seres humanos?
En este debate mundial intervienen muchas personas con distintas opiniones, y hay mucha emoción de por medio en las discusiones. La palabra "eutanasia" anda en boca de todos. Unos la aceptan, otros la rechazan.
La razón más importante para mantener con vida a un enfermo incurable es darle tiempo de arreglar su cuenta de pecado con Dios. Pasar a la eternidad sin resolver este problema es algo que después no tiene remedio. ¿Cómo se arregla esta cuenta que todo ser humano tiene? Reconciliándose con Dios por medio de Jesucristo y aceptándolo como Salvador único y perfecto. Más vale que hagamos esto hoy mismo, sin esperar a que un derrame o un infarto nos lleve a las puertas de la muerte. Cristo murió para darnos su paz. Sólo tenemos que aceptarlo.