Me sentí admirado, confundido y perplejo
al entrar por la puerta del cielo,
no por lo esplendoroso del ambiente,
ni por las luces ni por todo lo bello.
Muy cómodo, sentado en una nube,
vi a uno que imaginaba ardiendo en el infierno.
Y pregunté a Cristo: «¿Qué está
ocurriendo aquí?
Quisiera que ahora me explicaras esto.
»¿Cómo han llegado aquí esos
pecadores?
Creo que Dios debe de haberse
equivocado.
Y ¿por qué están boquiabiertos
y callados?
Explícame este enigma.
¡No comprendo!»
«Hijo mío, te contaré el secreto.
Todos ellos están asombrados.
¡Nunca ninguno se hubo imaginado
que tú también estarías en el cielo!»
Este poema acerca de «La gente en el cielo», escrito por Taylor Ludwig nos hace reflexionar sobre los requisitos para entrar en el cielo.
Para efectos de este mensaje, le hemos puesto por título «¡Bienvenido al cielo!», a fin de poner de relieve su moraleja: que muchos se sorprenderán al descubrir que a otras personas, presuntamente menos buenas que ellos, Dios les haya dado entrada en el cielo. ¿Acaso merecen pasar la eternidad en tal lugar? ¡Es el colmo que Dios les dé la bienvenida!
Lo cierto es que no hay ninguno de nosotros, ni uno solo, que merezca semejante destino. No hay nada que nadie en el mundo pueda hacer para merecer o ganarse la entrada en el cielo, porque ya todo lo hizo Jesucristo.
Cualquiera que piense que su buena conducta, sus buenas obras o sus penitencias sean la moneda con que se compra el boleto de entrada no sólo se engaña a sí mismo, sino que ofende a Dios.
La única llave que abre la puerta del cielo es la llave de la misericordia, del gran amor y de la gracia de Jesucristo, el Hijo de Dios, y sólo podemos valernos de ella por la fe.