"Hijos míos, yo estaré con ustedes por muy poco tiempo. Me buscarán, y como ya dije a los judíos, ahora se lo digo a ustedes: donde, yo voy, ustedes no pueden venir. Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado. En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros". Todo amor verdadero y creativo proviene de Dios, fuente, origen y meta de nuestra vida cristiana. Pero, en este camino de la vida hacia el amor más grande, nos encontramos con otros que también van en busca de ese amor; muchos tienen menos luces que otros, y necesitan, más que conceptos, experiencia vivencia de ese amor. Todo ser humano necesita experimentar esa dimensión constitutiva de su identidad, la experiencia de amar y ser amados. La comunidad eclesial tiene un papel destacado en esta misión: ser reflejo del amor trinitario para toda la humanidad.
LA IGLESIA, FUERTE Y TRASCENDENTE
El amor es la esencia de la comunidad eclesial, comunidad de discípulos de Cristo. Al decir discípulos no nos referimos a cada uno individualmente, sino en cuanto comunidad de quienes siguen a Jesús y sus enseñanzas, es decir, en cuanto Iglesia. Es interesante notar que Jesús no dice: "Conocerán que son mis discípulos, si son pobres, obedientes, o si son capaces de predicar mi Evangelio". Son todas cosas necesarias, pero si no coinciden con la sustancia no son de la comunidad de Cristo. Ésta es solamente caridad. Por eso, toda parroquia, diócesis, toda la Iglesia universal debería ser reconocida como "la comunidad de los que se aman, como Cristo los ha amado".
Él nos ha amado hasta dar su vida para que nosotros tengamos vida, para hacernos partícipes del amor trinitario, símbolo por excelencia de la comunidad. Cristo nos ha amado para que conociésemos bien que el amor es fundamentalmente servicio.