La madre de mis hijos no pudo evitarlo: cumplió cuarenta años. El viernes pretendía quedarse en cama, boca abajo, sin la más remota intención de abrir los ojos, ignorando de momento el calor de abril, que no impidió que se arropara de los pies a la cabeza -como ataviada con un teatral disfraz de fantasma-, en un aspaviento inútil para detener el tiempo inapelable, a ver el día pasaba sin tomarla en cuenta, y el mundo no se enteraba que estaba ahí, escondida, indispuesta como el avestruz para el advenimiento de los años con su herrumbre venturosa... aterrada.
Ella, Amarilis, tampoco pudo detener la admonición providencial del sol que entró furtivo en el cuarto, y se le desparramó en las sábanas como una cubetada de gasolina hirviendo, azuzándola con el aguijón de sus rayos para que dejara el lecho. En el baño, el esposo periodista puso el noticiario a todo volumen, echándole en cara la verdad de que la rueda de la vida seguía girando a pesar de todo, inclemente, y le traía de muy lejos los ruidos de bombas en Oriente Medio, la caída del régimen de Montenegro, el escándalo en Cancillería por la firma del traicionero Acuerdo Complementario con Estados Unidos, la galopante corrupción a todos los niveles, los legisladores vivarachos escapando de la justicia...
Pero el puñal en el pecho lo puso el esposo, ese gordo burlón que se asoma por la rendija de la puerta, y le recuerda con una risa maliciosa entre dientes: "te cayeron los cuarenta, mi vida".
No pudo más. Saltó de la cama y, como siempre, pasó revista de su cuerpo ante el espejo, buscando los sitios exactos donde las libras de más han levantado campamento. Se resigna. Hasta sonríe. Una ducha rápida. La batalla contra las caries, y ha gozar de su café con un omelet de jamón y queso que humean en la mesa como regalo de cumpleaños.
Cuando miró al esposo, mientras desayunaba, dejó que le leyera sin tapujos el pensamiento: "sí, acepto, los cuarenta años ya están aquí, y llegaron para quedarse".
Él le preguntó cuál era el balance de su vida después "taaantoo" tiempo. Ella respondió que se sentía bien, tenía todo lo que quería y el saldo era positivo, pero (y aquí sonrió, traviesa) le costaba trabajo aceptar esa cifra en años. "Son muchos... suena grande", dijo.
Cuando quedó sola en una calle transitada de la ciudad, iba tranquila, tal vez recordando los momentos más importantes: su infancia en las bananeras, sin juguetes, sin muchas ropas... sin mamá; la adolescencia y su batalla con los idiomas; la universidad, con un solo pantalón y tres blusas, comiendo gracias a la fortuita condolencia del bienestar estudiantil.
Y luego el matrimonio, los hijos, los avatares. Tal vez, mientras camina como arrastrada por la corriente loca del gentío en esa calle, ni siquiera sospecha que sus tres bebés y el esposo periodista no podrían vivir sin ella. Que esta vida torpe sería un cataclismo. Que ella es como el largo bastón para el equilibrista. Que no podía quedarse en cama porque la requeríamos en pie, iluminando los rincones oscuros que nos espantan, regando la flor de la familia, curando los raspones, secando lágrimas.
Cuando se quedó sola, con sus cuarenta años a cuestas, ni se imaginaba que para nosotros es y será siempre un hada luminosa y bella, sin errores ni arrugas ni libras de más ni nada. Es y será siempre Amarilis, la que le dio a mi vida el hermoso significado de la palabra compañera. |