Por considerar involuntaria la acción de ciertos errores cometidos en un pasado artículo relacionado con Eliécer Sandoval, decidí corregir la falta cometida.
No he pretendido ni pretendo reconocer la personalidad del P. Eliécer Sandoval ornándolo con un imaginario honor escrito, sino ubicarlo en el espacio de la Curia Panameña, dándole los méritos alcanzados a través de su firme y halagadora devoción sacerdotal. Nadie habrá que deluzca su abnegada carrera al servicio de Dios Creador. Nada hay tan sagrado en la Iglesia que no tope las manos ni exprese la sin hueso. Pero no menos elevadas cosas divinas porque habrá quienes ambicionen herir la grandeza que, por se tan lejana, nunca podrán tocar. Esta señal hace saber al insensato su ignorancia sobre la persona notable del sacerdote de la Iglesia Virgen de Guadalupe.
El cura Eliécer Sandoval es un modesto y digno confesor de altura. Cristiano de profunda fe cristiana; sencillo, amistoso, comprensivo y hábil confesor al servicio de Dios Padre y de la muchedumbre asidua a su homilía.
El padre Eliécer estuvo como misionero en Trípoli, Libia. La Sociedad de Misioneros lo llevó a ese lugar; allí vio la crudeza de la lucha llena de peligros. Su fe en Cristo y en María Santísima libró al grupo de la muerte. Retornaron a casa y a otros sitios del área cercana a Libia. Su relato no es una absurda invención, sino el auténtico de una vivencia sufrida. Por los ruegos de las madres afligidas y preocupantes por la vida de sus hijos, el padre Eliécer y sus hermanos de la misión reviven actualmente lo que sucede en Libia.
La gratitud del valiente peregrino es no olvidar jamás la fuente que apagó su sed, la palmera que le brindó frescos y reposo, y el dulce oasis donde vio abrirse un horizonte de esperanza.