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Lunes 3 de abril de 2000



Culpa solitaria, vida solitaria

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Hermano Pablo

Se llamaba Carla da Giani. Vivía en Turín, Italia. A la anciana, de setenta y cinco años de edad, envuelta en un chal casi tan viejo como ella y rodeada de muebles del siglo pasado, la hallaron muerta, sentada en su sillón. Murió sola, sin hijos, sin familiares, sin vecinos, sin amigos.

Al hallarla, la policía de Turín comenzó a revisar todos los bienes de la anciana. En el portaequipaje de un auto modelo 37, ya en desuso, hallaron la momia de un infante, vestido como si fuera una muñeca. El pequeño cadáver seguramente estuvo allí no menos de cincuenta años. El comentario periodístico fue: «Una vida solitaria, ocultando una culpa solitaria».

He aquí un caso que obliga a profunda reflexión. ¿Qué misterio había en la vida de Carla da Giani que la obligó a ocultar del mundo, durante casi medio siglo, ese secreto? ¿Era suyo ese bebé momificado? ¿Habrá sido algún pecado solitario que produjo una culpa, también, solitaria? ¿Qué pudo haber obligado a una joven de veinticinco años de edad a llevar esa existencia de aislamiento?

Son muchas las historias que pueden tejerse alrededor de una anciana que muere así. Lo más probable es que entregó su amor a un hombre. Sola llevó su embarazo. Sola dio a luz su bebé. Sola lo mató, o lo dejó morir. Sola vistió el cuerpecito con ropitas de muñeca. Y sola lo ocultó por más de medio siglo. La palabra que describe la vida de Carla da Giani es «soledad».

¡Cuánta gente hay en este mundo que vive sola! Y no es la soledad de una celda, o de una casa con puertas cerradas y cortinas corridas. Es la soledad de una culpa que se sufre, aun rodeado de gente. Porque son las penas, los rencores y las culpas lo que nos aísla del mundo, nos separa de nuestros amigos más cercanos, y nos obliga a un ostracismo involuntario.

¿Habrá algo que podrá socorrernos de una soledad así? Hay dos cosas que podemos hacer. La primera es no esconder más ese secreto, es decir, buscar a un confidente, un familiar, un clérigo, un amigo de confianza, y verter de nuestro corazón esa culpa. Y la segunda es acercarnos a Cristo, el amante Salvador, y contarle todo nuestro dolor. Él ofrece cargar nuestra culpa y darnos su paz. Y Él se ofrece a sí mismo para ser nuestro Amigo, para que nunca jamás tengamos que llevar una vida solitaria.

 

 

 

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