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Treinta minutos temprano

Hermano Pablo | Reverendo

Era un dolor de cabeza torturante, agudo, persistente: un dolor que no presagiaba nada bueno. Así que Miguel Encinas Alcántara, de sesenta y tres años de edad y vecino de Chalco, México, decidió ir al hospital.

Lo acompañaron algunos familiares, y llegó al hospital del pueblo a las 6:30 de la mañana, exactamente. Pero en el hospital no comenzaban a atender sino hasta las 7:00. Los familiares y el enfermo mismo clamaron, rogaron e insistieron, pero el reglamento era inflexible, de modo que no lo atendieron. Alcántara murió a las 6:55 de la mañana, cinco minutos antes de la hora de apertura.

Un médico, cuando se dio cuenta del caso, hizo el siguiente comentario: «Muchos llegan al hospital treinta minutos tarde para salvarles la vida. Éste llegó treinta minutos temprano.»

Si hay algo en la vida que es imposible predecir, es la hora de la muerte. Hasta especialistas en medicina se confunden en cuanto a cómo un paciente parece burlarse de sus predicciones.

Lo cierto es que el que menos entiende acerca de la hora de su muerte es uno mismo. No sabemos cuándo hemos de pasar al otro lado. Más aún, no queremos ni hablar de nuestra muerte. Y sin embargo la muerte forma parte de la vida tanto como la vida misma. Lo único que es absolutamente seguro en la vida es la muerte.

¿Qué nos debe decir esto? Que lo que más merece preparación es lo que no se puede evitar. Pero ¿cómo se prepara uno para la muerte?

Una parte de esa preparación tiene que ver con los que quedan en vida. Cualquier instrucción relacionada con la ceremonia fúnebre debe dejarse en orden. Además, todo lo que tenga que ver con la disposición de nuestros bienes debe arreglarse en vida. Son arreglos que tienen que ceñirse a disposiciones legales.

Sin embargo, más importante que todo esto es lo de nuestra alma. Jesucristo dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie llega al padre sino por mi» (Juan 14:6). Él es la puerta a la vida eterna. Pero hay que entrar por esa puerta mientras todavía vivimos. Invitémoslo a ser el Señor de nuestra vida. Él desea tenernos a su lado por toda la eternidad. Digámosle: «Señor, sé tú mi Salvador.»



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