Tenemos necesidades básicas inquietantes, como respuestas de nuestros deseos y apetitivos orgánicos, que aliados de los años, ultrajan el movible y angustiado corazón. Dichos titanes tienen que permanecer en completo equilibrio matemático, para que haya normalidad en contribución de los fenómenos físico-químicos internos, productores de calor y energías, fruto de la tarea celular. La alimentación buena o mala como objeto medular, es vigilada por verdugos concurrentes que entran silenciosamente por la boca, acantonándose en los tejidos corporales, luego propinando la estocada con astucia y sin piedad.
Algunos de ellos a saber: la albúmina, ácido úrico, bilirrubina, glucosa y el coresterol que en altos o bajos porcentajes, interrumpirán a la postre los serenos procesos metabólicos, alterando impunemente la tranquilidad y estabilidad ósea y muscular. Y como en la vida se recoge lo que se siembra, es el sistema circulatorio el que cimbrará al final en soporte del peso de todos estos elementos onerosos que pesarán como fardos en lo profundo del ya herido y enloquecido corazón. Son los monstruos que cansados de atisbar se han declarado en completa contienda, avanzando con paso marcial, ocasionando devastación y desolación, cuando ya el cuerpo ha sido despojado de sus fuerzas vitales. Han afilado sus armas durante toda la vida, para salir a pedir cuentas de forma altanera finalmente, precisando resultados de su infame y siniestra tarea, minándonos de tinieblas y agonías, vigilados por ojos marchitos y turbados.
Los estudiosos han clasificado la existencia del ser humano en las siguientes etapas: infancia, adolescencia, juventud, vejez y ancianidad, esta última monitoreada por el enemigo implacable de la vida: el olvido, castigador y otroras escenas brillantes que se dieron en el núcleo de las neuronas, caídas ya en el cansancio debilitador. Y así, intentamos entrar en debate con el destino, tratando de encontrarnos a sí mismos en el denso y confuso estadio de las inseguridades, creyendo que por el sufrimiento ajeno, podemos olvidar las faltas propias, donde el orgullo despoja casi siempre la humildad, achacándole los más deleznables errores, viendo siempre la dolorosa y enorme brusca en el indefenso ojo del prójimo en la brumosa hora de las penosas claudicaciones.