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El pasajero que no partió

Hermano Pablo | Reverendo

La estación de autobuses de Los Ángeles, California estaba llena. De allí partían pasajeros a todas partes de Estados Unidos. Los pasajeros representaban toda la gama de oficios.

Al llegar uno de los autobuses a la estación, los pasajeros subieron hasta llenarlo. Un viajero, sin embargo, se quedó en las bancas. Estaba dentro de una pequeña cesta cubierto con paños blancos. Era un bebé aún con el cordón umbilical adherido. Pero el bebé estaba muerto.

No hacía mucho que se había encontrado a otro bebé, todavía con vida, en una estación de autobuses. Tenía, también, el cordón umbilical adherido al cuerpo. En aquel caso el médico que lo atendió había hecho la pregunta clave: «¿Dónde está el otro extremo de este cordón?» A la hora de la verdad, es importante saber la identidad de la madre, así como lo que la llevó a tomar semejante decisión, tanto en el caso del bebé vivo como el del bebé muerto.

Todos los días hay un alarmante número de bebés que son abandonados. Se cuentan por decenas de miles, arrojados por todas las grandes ciudades del mundo, sin atención, sin cariño, sin amparo, sin amor. Son las pequeñas criaturas inocentes, fruto de un amor culpable, o de un desvío juvenil o de un corazón egoísta que no quiere asumir la responsabilidad de madre.

El abandono del fruto del vientre es evidencia de un repugnante desprecio por la vida humana y de un horrible pisoteo de los mandamientos divinos. Es evidencia, también, del materialismo que ha invadido una gran parte de nuestra sociedad, llamada civilizada y cristiana.

No es suficiente que sólo tengamos conocimiento de este abandono de los principios de moralidad y justicia divina, demasiado común ya, sin cuando menos preguntarnos si hay algo que nosotros podemos hacer. Porque sí hay algo que podemos y debemos hacer.

Debemos establecer una relación personal con la única fuente de justicia y moralidad que hay en el universo, con Dios nuestro Creador. Es una farsa, una burla, decir que nos preocupa la condición depravada del mundo si nosotros mismos no queremos someternos al único Autor de moralidad y justicia.

Entreguémosle nuestra vida a Cristo. Él quiere ser nuestro Señor. Sometámonos a su divina voluntad.



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