Fue una oración de pocas palabras, pronunciada en una circunstancia especial. Una oración que tocó a las puertas del cielo y conmovió el trono de Dios. Fue la oración de una niña de siete años llamada Tricia Reese, de Houston, Texas.
Tricia, mientras jugaba bajo la lluvia, había sido arrastrada por las aguas torrenciales y había caído en una boca de tormenta de sesenta centímetros de diámetro, y había ido a parar a una tubería de desagüe. Allí elevó su plegaria: "Señor, envía a alguien que me salve." Y se quedó tranquila. Doce horas más tarde, cuando ya todos la creían muerta, fue rescatada, sana y salva.
¿Tiene valor alguno la oración de un niño? ¿La oye Dios, o muere al chocar contra el techo de la habitación? ¡Las oraciones de muchos adultos son así! Pero no la oración de un niño. Los niños tienen candor y sinceridad. Tienen todavía un corazón limpio, y creen con una fe sincera y sencilla. Y no por tener cinco o seis años son desestimados por Dios. ¡Todo lo contrario! Jesucristo dijo: "Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de los cielos es de quienes son como ellos" (Mateo 19:14).
La poca edad, el candor, la inocencia, la sencillez, no son impedimentos a la oración. Al contrario, lo que estorba la oración es el intelectualismo, el racionalismo, la autosuficiencia, la soberbia de corazón y el espíritu de burla.
Hay personas que jamás oran, aunque tengan una gran necesidad. Nunca le piden nada a Dios, sea porque no creen, o porque lo creen inútil, o quizá porque nunca han aprendido a orar. Algunos hombres piensan que la oración es sólo para mujeres, o para ministros religiosos, o para los timoratos o los débiles. Por eso se pierden la fuente más poderosa de fuerza espiritual que el ser humano puede tener.
Cristo enseñó a orar, y dejó promesas seguras de responder a toda oración sincera dirigida a Dios el Padre en nombre de Jesucristo el Hijo.
¿Por qué no empezamos a usar, desde hoy mismo, ese formidable poder espiritual?