Primero lo enterraron en la iglesia de Garrison, en Potsdam, Alemania, junto a su padre Federico Guillermo. De ahí, en la época de la II Guerra Mundial, lo sacaron y lo llevaron al refugio secreto del mariscal Herman Goering. De ese lugar lo trasladaron a una mina de sal en Turingia, Alemania Oriental, a casi cinco mil metros bajo tierra.
De ahí lo llevaron a una iglesia en el pueblo de Marburgo, en Alemania Occidental. Y por fin en agosto de 1991, después de 205 años de morir, el cuerpo de Federico I, "El Grande", rey de Prusia, fue sepultado donde él quería: en los jardines de su palacio en Potsdam.
¿Tiene, realmente, alguna importancia el lugar donde a uno lo entierran?
Los grandes de este mundo le dan tanta importancia al lugar donde van a vivir como al lugar donde serán enterrados. Piensan que las personas de ilustre cuna como ellos deben ser sepultadas en lugares de grandeza y renombre.
Surge de nuevo la pregunta: ¿Tiene, después de todo, real importancia el lugar donde a uno lo entierran? Estudiemos esto por un momento.
Somos cuerpo y alma, lo material y lo espiritual, lo pasajero y lo eterno. El cuerpo que nos sostiene vino de la tierra y a la tierra regresa. El alma, esa parte inmaterial nuestra que es lo que realmente somos, es eterna. Es triste que le demos más importancia a la parte nuestra que retorna al polvo que a la que nunca muere.
Ciertamente para los familiares y amigos íntimos el lugar donde reposa el cuerpo tiene importancia; pero sin falta de respeto, o más aún, de reverencia, al deseo de estos allegados, para la persona que muere lo que más importa es dónde irá después de la muerte. Es el destino del alma lo que vale, no el destino del cuerpo.
Dios no nos ofrece sepulturas en mausoleos de mármol, sino una morada eterna en la gloria celestial. Démosle hoy mismo nuestro corazón a su Hijo Jesucristo. Él nos dará una vida íntegra y buena aquí, y una vida de gloria eterna en el más allá.