Yo no quiero catalogarme como el combativo defensor de los hábitos modestos que vistieron el pasado, no me encuentro con ese peso específico que algunos suelen creer poseer, propuestos en pretender invalidar los conceptos filosóficos que por centurias han consolidados el quehacer viviente de los pueblos, basados en los reconfortantes principios que validan las interacciones sociales.
El respeto es la institución en estado declinante, presa del delirio, herida en sus bases a causa de haber perdido el abrigo y calor indispensables que procura el hogar formalizado. Perdido él, se pierde la cogulla que por tanto tiempo hemos llevado preocupada por suprimir siempre lo fastidioso.
Para la mayoría de las personas respetar es un ejercicio que implica muchos esfuerzos, mereciendo una sobredosis de sofocado trajín en la que la decencia se retira brillando por su ausencia escaramuza del destino donde todo sale fallido. Las dóciles actitudes que motivan las reverencias permanecen allí estacionarias, a la orilla del camino sin defensas, expuestas a los golpes despiadados del inclemente torrencial. La razón se debilita frente a la fuerza de la asonada cruel de los odiosos comportamientos perjudiciales y perniciosos que convierten la vida en un torbellino demoledor interminable. Jamás he llegado al insulto, pensando siempre que esta didáctica no es la fuente candorosa en la obtención de mis propósitos inflados de altruista decencia.
Los dicterios han sido para mí machete sin filo, armas sin municiones, porque nunca las he empleado, existen los mecanismos bondadosos que remplazan lo obcecado, apagando el alegre fuego de la inquina miserable.