HOJA SUELTA
“Rey del Mundo”

Eduardo Soto P.
De niño me hicieron creer que era “Lo más Lindo”. Cuando la pandilla en pleno jugaba en aquel largo pasillo de la vieja casona verde, por ejemplo, mi madre no me llamaba por mi nombre, como todas las mamás de la vecindad a sus hijos, sino que abovedaba las manos en torno a su linda boca rosa y gritaba: “rey del mundo, ven a comer”. Rey del Mundo... ¡Habráse visto! Y comiendo ese cuento de hadas crecí como hasta los doce años, cuando la calle me azotó. Descubrí que no era el más hermoso, porque las muchachas corrían primero hacia los brazos de los atletas (que de paso boxeaban mejor y me llenaron rápidamente la cara de cicatrices), así que tuve que diseñar sistemas novedosos de conquista, sino, “ñifla”; tampoco era el más inteligente, y sufrí horrores en la secundaria; cuando me creí músico, muchos otros me arruinaron los sueños con su mejor voz, y gran creatividad; y en el deporte, ¡uf!, mejor ni hablemos. La vida me enseñó que ninguno de mis anhelos se cumpliría, porque yo era yo, “el rey”, sino que tenía que meterle pulmón a los proyectos, y ganarme las cosas con sangre y lágrimas, porque la felicidad no es un regalo para los elegidos, sino un premio fugaz para los luchadores. Esta semana, por cuestiones dolorosas que por ahora prefiero no contar, he vuelto a repetirme que no soy Dios, y que bien puede matarme el llanto como a cualquier terrícola. He vuelto a repetirme que no soy más que un punto en el universo; y un punto bastante pequeño. El planeta Tierra que, desde que nació Cristo, ha girado dos mil veces en torno al sol, es apenas un cristal diminuto que estamos destruyendo, y estos dos mil años no han significado ni un segundo en el desplazamiento de nuestra galaxia que ya lleva miles de millones de años dando vueltas por ahí; y dentro de esta burbuja, nuestro mundo, estamos todos creyéndonos superiores (y provocando guerras y muertes bajo esa creencia), sin darnos cuenta que en los 4 mil millones de años de historia que tiene la vida molecular en el mundo, apenas somos un accidente que no verá más de 90 Navidades, cuando mucho. ¿Por qué me toca llorar a mí, que soy buena gente y no le hago mal a nadie?, me digo. “¿Y por qué no?”, me contesta esa voz ronca e inoportuna que llevo dentro y siempre se empeña en mostrarme la realidad cuando me grita “¿Quién te crees tú?”. Ahora bien, ¿Quién me puede decir que el cavernícola de donde vengo no tenía sangre real? ¿O que el aborigen primitivo que fue mi tatara-tatara abuelo, quien hace 5 mil años cruzó Alaska para poblar América, no era el más guapo y fuerte de la tribu? Tal vez sí... quizá traigo sangre de monarcas en las venas, pero por coincidencias amorosas en un cuarto de alquiler, a mitad de la década de los sesenta, vine a parar a un barrio de borrachos en los bajos fondos de una ciudad tercermundista. ¡Cosas que pasan! Sí, quizá mamá tenía razón y soy rey, y por eso mis hijas me lo dicen todas las mañanas cuando me levanto a batallar: ¡Hola, mi rey... mi gordo!
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