Triste de veras, o aparentemente triste, estaban los presentes. Había flores por todas partes, y las personas estaban vestidas de luto. Jim Moffat, de Cloncurry, Australia, yacía en su féretro, y familiares y amigos asistían a su funeral.
Alegre, alegre de veras, entró de pronto la viuda, Susana Moffat, de cuarenta y tres años. Para el asombro de todos, Susana entró vestida de novia. Y del brazo traía a su nuevo novio, y tras ellos al Reverendo Michael Morse, que los casó en ese mismo lugar y en ese mismo momento.
Susana Moffat no estaba loca. Simplemente, era una mujer que durante trece años soportó a un esposo malo, y quiso vengarse de los malos tratos casándose con otro hombre en los funerales del primero.
En los largos días y años de humillación y sufrimiento, de insultos, de maltratos e infidelidades, Susana planeó lo que al fin hizo: casarse con otro hombre en el funeral mismo del esposo. "Que las flores de su funeral sirvan para mi boda", había dicho.
Sea cual fuere la opinión que tengamos de Susana, la verdad es que hay individuos que merecen lo que esa mujer hizo, hombres que golpean a la esposa, hombres que pueden tener una, dos, tres, cuatro queridas, mientras exigen de su esposa absoluta fidelidad.
Pero no hay por qué llegar a esos extremos. Los matrimonios pueden ser felices. Pueden ser fieles, amorosos, cariñosos. Los matrimonios pueden hacer de una unión un nido de amor, y de un hogar un remanso de paz. No hay ninguna necesidad de insultos, de maltratos, de humillaciones mutuas, ni de caer en el degradante adulterio. Dios no hizo el matrimonio para eso.
Dios hizo el matrimonio para la perfecta felicidad del hombre y de la mujer y para que sea la base de una sociedad sana. Eso puede ocurrir cuando Cristo viene a presidir la unión. La pareja puede ser siempre feliz, estar siempre tranquila y unida, y ser siempre dichosa.
Cuando Cristo es el Señor absoluto de nuestro matrimonio, nunca hay finales como ese que acabamos de contar. |