Temblando de miedo, vergüenza e indignación, la señorita Kim Stevens, de quince años de edad, permaneció de pie. Se hallaba en la escuela secundaria "Herbert Lehman" del Bronx, Nueva York, y varios funcionarios de la escuela, hombres y mujeres, la estaban examinando.
La jovencita tuvo que soportar que le fueran quitando prenda tras prenda que llevaba puesta, hasta dejarla semidesnuda. Los funcionarios buscaban drogas, pero la jovencita no ocultaba ninguna.
Kim demandó a la escuela por ultraje a su dignidad. Y un tribunal del Bronx la indemnizó con ciento veinticinco mil dólares. "El cubrirse el cuerpo con ropa -dijo el juez- es también derecho inalienable del ser humano."
Cuando Dios creó a Adán y a Eva, los creó desnudos. Y desnudos anduvieron un tiempo Adán y Eva sin avergonzarse el uno ante el otro, ni avergonzarse ante Dios, que los miraba paternalmente. Pero cuando Adán y Eva pecaron, rebelándose contra su Creador, tuvieron vergüenza. Se dieron cuenta de que andaban desnudos, y buscaron algo con qué cubrirse.
Eva cosió unos delantales de hojas de higuera. Pero Dios desechó ese vestido y les regaló a ambos un vestido de piel, que suponemos fuera de cordero.
Desde entonces el ser humano, que nace desnudo y sin ropa, tiene derecho al vestido. Tiene derecho al pudor, derecho a mantener su dignidad, derecho a ser respetado y no ser desnudado por nadie ni delante de nadie.
Dios tampoco quiere ver al hombre desnudo en su vergüenza, su maldad, su corrupción, su depravación. Por eso preparó Dios un manto blanco de justicia. Es la justicia perfecta que Cristo ganó para cada uno al morir en la cruz del Calvario. Su muerte fue la dádiva del manto de la justicia divina para cubrir la injusticia humana.
Cuando aceptamos a Cristo como Salvador, Dios cubre toda corrupción. Su oferta es universal, pero el apropiarse de ella es cuestión individual. Cada persona tiene que pedir el don de la justificación divina. Dios tiene esa justificación para nosotros, y sólo tenemos que pedírsela.