El idioma se confraterniza con las olas del mar, por largas y agitadas que sean sus travesías, logran abrazarse en congenio de los movimientos fluidos, como los sonidos ling�ísticos que atan las grandes precipitaciones impetuosas de seres humanos que atraviesan las convulsas y complementarias avenidas de la vida. Y en atención a esa fusión unificadora, me veo obligado a arribar a la confrontación que afecta el habla, naturalmente este cambiante movimiento iluminadamente encumbrado obedece a las reglas estatuidas por la Real Academia Española, como máxima autoridad mandataria.
Escribiré entregado a los mensajes didácticos que recibí desde el primer instante en que preservé un cuaderno en la gaveta del banco escolar elemental. Hoy he de tratar a manera de compendio el verbo, porque es la palabra sujeta a los profundos cambios llamados accidentes, siendo la que más tropiezos causa en cumplimiento con la estricta escritura y conversación, ceñidos a manifestaciones singulares y significativas.
La conjugación es el conjunto de variantes que adopta el verbo para enunciar todos sus accidentes. En este somero trato de esta fonación especial me he encontrado con un verbo curioso, hermoso y muy resonante para el estudioso, pero en visible estado de extinción definitiva en nuestro medio: renunciar, acertijo confuso y espeluznante. Está en total desuso y caído en el olvido, a pesar de que es un verbo regular de fácil conjugación, conservando en todos los casos su raíz. Este fonema provoca en su aplicación mayor escozor que un dardo penetrando con maldiciente locura en las entrañas dolientes de un moribundo. Cuando escucho que alguien renuncia, me cubre el manto de halago, pensando que todavía quedan hombres libres donde el tapujo no logra destruir la dignidad.
