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Corazón de madre

Hermano Pablo | Reverendo

María Navas entró en el hospital de Buenos Aires, Argentina. Caminaba serena, confiada, segura de lo que iba a hacer. Su hija Antonia, de 17 años de edad, estaba entre la vida y la muerte. Antonia necesitaba con urgencia un trasplante de corazón.

María Navas había prendido una nota sobre su blusa, bien cerca de su corazón, y con rostro decidido entró en la sala de cirugía. Sacó de su bolsa una pistola, y en un instante se disparó un tiro en la cabeza. La nota decía: �Dono mi corazón para darle vida a mi hija.�

Los médicos, aunque asombrados, hicieron todas las diligencias necesarias, y Antonia recibió el corazón de su madre, el mejor corazón que, para Antonia, podía hallarse en todo el mundo.

Si bien se puede discutir el aspecto moral de este incidente, es indiscutible que la única manera en que María Navas podía darle vida a su hija era muriendo ella misma. Al ceder su corazón, cedía su vida. Al no hacerlo, su hija moría. Antonia vivió porque su madre María murió.

Historias como esta, por trágicas que sean, reconfortan el espíritu. Nos hacen ver que no todo se ha perdido en la humanidad, que no todo es sordidez y materialismo. Todavía hay amor en el mundo, y mientras haya amor, habrá esperanza para el ser humano.

Así como la única manera en que María Navas podía darle vida a su hija era muriendo ella misma, también hubo otro que tuvo que morir para dar vida. Ese Otro fue Jesucristo, el Hijo de Dios.

Si Cristo no hubiera muerto, y si su muerte no hubiera sido muerte de cruz, nadie en el mundo entero jamás habría podido conocer lo que es el perdón de pecado, la paz del alma, la sanidad de conciencia ni la esperanza de vida eterna. La rebeldía del hombre contra su Creador merecía el mayor castigo posible, y no hay mayor castigo que la pena de muerte.

Para que el ser humano no tuviera que ser expulsado eternamente de la presencia del Padre celestial, que es muerte abismal, su Hijo pagó esa pena capital, y la Biblia dice que �la sangre de su Hijo Jesucristo nos limpia de todo pecado� (1 Juan 1:7). Su muerte es nuestra vida. Lo único que tenemos que hacer es aceptarla. Abrámosle nuestro corazón a Cristo. �l murió para darnos vida.




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