A ORILLAS DEL RIO
LA VILLA
La Navidad y los hijos de los pescadores (I)

A Orillas del Río La Villa
Como ese día era Nochebuena, los niños del caserío se acostaron más temprano que nunca, con la esperanza de que amaneciera más rápido. No cayeron en la tentadora invitación de la redonda luna, que iluminaba con luz diáfana el firmamento. Muy joven la noche, los varones abandonaron su juego de la lata escondida y las niñas sus alegres rondas como mirón-mirón y la pájara pinta; con el deseo de que el sueño le abreviara el camino al Niño Dios. Cada estudiante le había entregado a su maestra una engarabatada carta cuya dirección era el cielo. Esto lo hicieron semanas atrás y cada uno de ellos observaba la proximidad de la fecha, contando las dormidas que quedaban pendientes. Cada cabecita de esos niños pobres, por influencia incisiva y mercantilista de la televisión, habían concebido un mundo maravilloso, donde pequeños duendes, dirigidos por un hombre gordo con una barba blanca, fabricaban toda clase de juguetes y con solamente portarse bien y enviar la misiva, bastaba para que el día de la Nochebuena, apareciera, debajo de sus camas, lo pedido. Eran tantas las ilusiones y anhelos de los niños pobres de esa humilde comunidad de pescadores, que prácticamente no habían probado la cena y se acostaron casi a la misma hora que las gallinas. Los niños, como buenos compañeros de juegos, al momento de redactar sus respectivas cartas, se pusieron de acuerdo. Dentro de su sencillez, fueron extremadamente modestos, y a fin de no quedar como ambiciosos pedigüeños, que pusiera en peligro lo solicitado, cada uno de ellos, solamente pidió una cosa. A todos les gustaba jugar béisbol y eran fieles admiradores del grandes ligas panameño Roberto Kelly. Y fue por eso que Miguel pidió un bate, Ramón una pelota y Carlos una manilla. No querían más nada. Esos pequeños objetos llenaban su universo. Pues, al unirse los tres, les permitiría disfrutar muchas horas de emocionantes batazos, carreras, jugadas y gritos. Es por eso que los muchachos esperaban con ansiedad la Nochebuena. Los tres tuvieron un sueño inquieto. Aún los gallos no habían soplado sus clarines, cuando en la oscuridad de sus cuartos, las manos ávidas tanteaban en la cama, buscando el deseado regalo. Mucho antes de que las claras del día aparecieran por el naciente, ya habían requisado arriba y abajo de la cama, los rincones del cuarto y toda la casa. No encontraron nada. Quizás pensaron que como sus viviendas no están iluminadas con focos multicolores y no tienen arbolitos ni nacimientos, al Niño Dios se le olvidó visitarlos. (Continuará).
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