El peor daño a la credibilidad y la institucionalidad de que han venido gozando desde el nacimiento de la República los partidos políticos se lo están haciendo los mismos dirigentes de esas colectividades, que en su desmedida ambición de conseguir a toda costa el poder y aumentar sus arcas personales han optado por pasarse de uno a otro bando, como quien se cambia de camisa. Responsabilidad compartida recae sobre quienes, para sus fines, utilizan los fondos públicos que debieran emplearse en la solución a las múltiples necesidades de los gobernados.
En consecuencia, chantajistas y chantajeados participan por igual de semejante tragicomedia, sin darse cuenta de que están deteriorando uno de los basamentos tradicionales de la democracia, como son los partidos políticos.
Mientras el sainete de mal gusto transcurre, las bases partidarias caen en el desconcierto y la duda al ver la falta de valores de los que las representan a nivel de las dirigencias, que son las que, al final, toman las decisiones y dictan directrices.
Lo que en un principio aparenta ser parte de un rejuego de ideas termina en un negociado más, en el que, incluso, quienes lo practican creen ser dueños absolutos de las decisiones de sus seguidores.
Ante la confusión que genera este tipo de fenómeno ideológico, comienza a tomar forma la improvisación y otras salidas, tal como ocurre con los candidatos independientes y los movimientos emergentes.
Cuando apenas ha trascendido un capítulo de este drama, no cabe la menor duda de que la conciencia ha dejado de ser un valor moral de nuestra clase política para caer en la relación mercantilista de oferta y demanda.
¡A ver señores, quién da más!