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Un tiro al azar

Hermano Pablo | Reverendo

Había sido un hermoso paseo, un paseo de enamorados, en aquella radiante mañana de primavera. María Victoria y Francisco Rodríguez, de Madrid, España, habían conversado sobre los temas de todos los enamorados: cosas del corazón. Y fatigados de la caminata, se sentaron bajo una encina.

De pronto sonó un tiro. María se levantó para gritar: «¡No disparen!» En eso sonó un segundo tiro, y la bala atravesó su corazón.

Un hombre de 65 años, Germán Mendoza, que estaba practicando tiro al blanco, había sido el autor de los disparos. Una bala disparada al azar había tronchado el romance de Francisco y María.

¡Cuántas maneras diferentes hay de terminar la vida! Esa joven halló la muerte una cálida mañana, bajo la sombra de un árbol, mientras paseaba con su novio. Todos los proyectos de los dos se vinieron abajo. El corazón de María quedó destrozado, no por una pena o una infidelidad sino por una bala: una bala que no fue dirigida a ella.

Cuando ocurren casos como éste, la gente se pregunta: ¿Por qué tuvo que morir si era inocente? Y a esta pregunta se suma otra, que es la pregunta angustiosa y dramática: ¿Por qué permitió Dios que sucediera?

Todas las religiones del mundo han tratado de encontrar la respuesta a esta pregunta. Pero la respuesta es muy comprometedora. La pregunta sí tiene respuesta, pero no es la que nos gusta. El hecho es que en nosotros, los seres humanos, recae toda la responsabilidad.

Todos quisiéramos hallar en otra fuente, sea la que sea y sea quien sea, incluso en Dios mismo, la razón de todas las miserias del mundo. No queremos que se nos diga que la razón descansa en el factor humano.

La pregunta no debe ser: «¿Por qué permitió Dios semejante calamidad?», sino: «¿Qué puedo yo hacer ante esta situación?» Al asumir nosotros la responsabilidad, la respuesta queda en nuestras manos.

¿Qué podemos hacer nosotros? Podemos comenzar con agradecerle a Dios sus favores. Luego podemos pedir su divina dirección. Fue Cristo quien dijo: «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mateo 11:28). Ese descanso es nuestro con sólo rendirle nuestra voluntad. Ya no preguntemos: «¿Por qué?» sino digamos: «Aquí estoy, Señor, postrado ante tus pies. Haz conmigo lo que quieras.» Ese será el comienzo de nuestra paz.



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