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El horno de la aflicción

Hermano Pablo | Reverendo

Eran seis dominicanos, que querían escapar del horno de la aflicción. No tenían trabajo, ni dinero, ni esperanzas. Así que se metieron en un cajón de mercancías de un barco que partía de Santo Domingo hacia Miami, Florida.

Esperaban llegar en menos de 24 horas. Pero tardaron tres días. La temperatura dentro del cajón llegó hasta 54 grados centígrados. Cuatro de los hombres murieron deshidratados. Pero Daniel Fernández, de 19 años, y su amigo Raúl Mesa, de 24, sobrevivieron.

En medio de ese infernal horno le habían rogado a Dios: «Por favor, Señor, ¡ayúdanos a sobrevivir! ¡No nos dejes morir así!»

¡Cuántos no serán los dramas que ocurren a diario en las diversas fronteras de este mundo! Son los dramas de personas que a toda costa desean salir de su condición precaria debido a la pobreza, y pagan grandes sumas de dinero, dinero que difícilmente consiguen, para que los introduzcan ilegalmente a lo que ellos piensan es la tierra de promisión. Esos jóvenes dominicanos vivieron ese drama.

La frase «el horno de la aflicción» es una frase bíblica (Isaías 48:10) que describe a cabalidad la aflicción de los israelitas durante 400 años de servicio forzado al faraón de Egipto, y la que pasaron los tres jóvenes hebreos, en tiempos del rey Nabucodonosor, al ser arrojados a un horno en llamas, del cual salieron sin la más mínima quemadura.

Hoy usamos esa frase para denotar algún problema muy serio por el cual estamos pasando, o alguna enfermedad aguda que nos ha atacado, o algún dolor familiar muy grande que nos hace llorar.

Cuando todo recurso humano ha fallado, siempre está Dios. Y Dios contesta el clamor del necesitado en dos formas. Por una parte, trae el socorro oportuno y libra del horno de la muerte al necesitado. Y por otra, le da al necesitado fe y seguridad de que, estando Dios a cargo del problema, todo va a salir bien. Esta no es siempre una solución inmediata al problema específico que nos acosa. Es más bien una chispa de paz, de tranquilidad, de seguridad, de que Dios, a la larga, nos hará triunfar. La promesa es que «todo el que invoque el nombre del Señor será salvo» (Romanos 10:13). Basta con pedir, creer y recibir. Cristo siempre acude al clamor sincero del necesitado.




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