Procediendo motu propio (espontáneamente), siguiendo el hilo liviano del indicio, es casi seguro que sin tardar, me traslade a donde se dan los atractivos cambios sucesivos en los que podré apreciar con extendida contemplación la verdad arrellanada en su vasto reino en dominio perfecto de su codiciada morada. Ese es el universo que deseamos y hacia allí deben enfilarse todos los esfuerzos, evitando resbalar al enfermizo y disparatado error. ¿Es posible pensar que en esta época tiene primacía la verdad, sobre el comportamiento del quehacer diario del hombre actual? Pregunta que hasta este preciso y precioso instante se encuentra huérfana de respuesta, también de prestante reputación. La pérdida de la verdad ha sido el descalabro más grande para todos aquellos que en nuestros afanes hemos proferido a todo pulmón el afianzamiento irrestricto con sus esponsales, viviendo los inagotables soplos de lo infinito.
El hogar y el claustro son sus tutores, ay de aquellos a quienes les falten estos dos sostenes irreductibles. Todos los atributos asilados en la dignidad y la honradez asientan sus raíces en la veracidad. Me veo obligado a semejar el desempeño en el hombre del siglo anterior, donde en su comportamiento entraba la lealtad sin imprudencias, portando las características ponderables de lo intachable e impoluto, flotando la memoria del pueblo sobre los residuos del pasado, dándole el tono de acento elegiaco sin poder adjuntar lo que hemos dejado atrás, las veracidades de un recuerdo sagrado que se ha debilitado al correr el tiempo, aunque para el místico su deber es seguir recorriendo el camino de la virtud, misterio profundo de los equilibrios del destino. Verdad, tesoro de poder inabarcable, mito de nuestra existencia, anclada sobre la incierta e inquieta nave del porvenir.