Rogamos por los niños
que lo embarran todo de chocolate,
que quieren que se les haga cosquillas,
que chapotean en los charcos y salpican y se manchan los pantalones,
que comen helado a escondidas antes de la cena,
que borran hasta el papel en sus problemas de aritmética,
que nunca encuentran sus zapatos.
Y rogamos por los
que se quedan mirando a los fotógrafos detrás de las cercas de alambre.
Rogamos por los niños
que gastan en un solo dia
lo que les dan sus padres para la merienda de la semana,
que dan berrinches en el supermercado
y sólo comen lo que se les antoja,
que piden que se les cuenten historias de fantasmas, que esconden su ropa sucia debajo de la cama
y nunca lavan la tina del baño,
que reciben visitas del ratoncito Pérez,
que detestan que se les bese frente a sus amigos,
que están inquietos en la iglesia
y gritan al hablar por teléfono,
cuyas lágrimas algunas veces nos hacen reír
y cuyas sonrisas otras veces nos hacen llorar.
Rogamos por los niños
que quieren que alguien los cargue,
y por los que necesitan ser cargados;
por aquellos en quienes nunca perdemos la esperanza,
y por los que no tienen nada que esperar
ni a nadie que los espere;
por los que colmamos de atenciones,
y por los que se aferran a cualquiera que les tienda la mano.
Esta conmovedora plegaria al Todopoderoso, escrita originalmente en inglés por Ina Hughes, nos recuerda el refrán que dice: "Quien a los niños no amó, no diga que quiere a Dios." Porque cada niño que nace lleva estampada en el rostro la imagen de su divino Creador. Y el que no ama a los niños ni siquiera conoce a Dios, porque Dios es amor. Más vale que no sólo roguemos sino que actuemos en favor de los niños necesitados de nuestro mundo. Todo lo que hacemos por ellos, lo hacemos por Dios mismo.