La actitud es común al hombre y la mujer de hoy, pero no es nueva. Está metida entre ceja y ceja de la historia desde que los seres humanos dejaron de ser monos, para caminar en dos pies y hacer eso tan complicado que los distingue de las bestias: pensar.
Así, los humanos creemos darle valor más a los grandes acontecimientos que esas cositas pequeñas de la vida que nos hacen verdaderamente felices sin que nos demos cuenta: pasar una tarde con un amigo en una terraza marina, bebiendo tragos o simplemente hablando; caminar con el abuelo por el malecón; leer un libro junto a tu hijo -en voz alta con sacándole el jugo al silencio-; jugar a las escondidas con tu novio o novia; cantar a voz en cuello, aunque suene mal, trepado en una montaña o en la playa frente al mar.
Aunque creamos que importa más montarse en aquel carro lujoso, la vida se encarga de enseñarnos que de nada vale si no compartimos ese bien o el momento mismo con alguien querido.
Es en los pequeños instantes donde la vida deja oler sus jugos y sus mejores aromas. Hay que procurarle a los nuestros esas experiencias que parecen tontas: levantar una cometa, grabar juntos un casete con la música preferida, saltar soga... Será eso lo que más recuerden cuando vengan las tristezas, o los adioses, o cuando la vida se ponga dura como siempre pasa, aunque uno no quiera. |