HOJA SUELTA
"En cueros"

Eduardo Soto P.
No hay nada más repugnante que un hombre en cueros. Se ve feo, lesivo y, por su fálica arrogancia, indigno de una mirada que no sea de repulsión. El cuerpo sin ropa de una maja es otra cosa: más sutil, criado entre algodones, artístico, merecedor como lo fue de las pinceladas de Goya o Il Bronzino. Una mujer desnuda es alimento para el alma, manjar de dioses, y lucecitas de colores regadas por doquier en este áspero y tenebroso camino que es la vida. El lector puede preguntarme ¿Y si la desnuda resulta ser una gorda ordinaria, vetusta, con mal aliento y ojos de truhán? Seguro voy a mirarme las uñas de la mano izquierda mientras contesto: "¡algo bueno ha de tener... bellas y mil veces bellas sean todas!"... Y me apresuraría a cambiar de tema. Pero no es de la literal desnudez que pretendo escribir hoy. Mi tema es el silencio. Un amigo me señaló que no era saludable que estuviera desnudándome en las páginas del periódico. Él lo decía por esa maña que tengo de escribir sobre asuntos íntimos, de mi familia, mis problemas de pareja, de mi sexualidad o mis sentimientos. "Esas son cuestiones muy privadas (...) te puedes hacer daño", me dijo, mirándome muy serio y aferrando su manaza a mi hombro. Según él, hay cosas del corazón que deben quedarse ahí, bajo llave, para que nadie juegue con ellas y no vayan a romperlas en mil pedazos. La filosofía de mi amigo, que es común en la sociedad donde vivimos, puede resumirse así: "No hay que abrirse de par en par. Si dejas tus sentimientos en la ventana, para que todos los vean, puede soplar una brisa fuerte y ¡zas! se irán para siempre. Si eres demasiado sincero, te clavarán un cuchillo hasta la empuñadura, y quien lo haga estará riéndose a carcajadas porque le gusta tu dolor". Por eso, en lugar de desnudarnos, para que todos vean cómo somos en realidad, sin disimulo ni hipocresías, nos escondemos debajo de toneladas de trapos, de maquillaje, de máscaras. Con la boca cerrada, pensamos que nuestras historias serán siempre un secreto y nadie se burlará ni nos atacará jamás. Guardamos silencio porque, tal vez, no nos gusta quiénes somos. Quizá así se explican esos vecindarios de puertas con trancas, de murmullos, de "privacidad". Pero ese no es el único problema. Lo realmente triste es que nuestros silencios se sientan a la mesa todos los días con el resto de la familia, en nuestra casa, donde uno (el padre, el hijo, la esposa, la hermana, tú y yo... amada mía) llega a ser un perfecto extraño para el otro. En lo que a mí respecta, seguiré encuerándome cada vez que pueda. Ya he dicho que escribir de mi vida me ayuda a vivirla dos veces, y a mejorar las escenas. Espero que quienes lean esto puedan hacerlo algún día, para encontrarnos todos desnudos en una esquina del destino, y disfrutemos al ver como la tiene (¡el alma!) cada cual.
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