Es nuestro deber realizar el diagnóstico, basado en el análisis escrupuloso y objetivo a la pobreza urbana, esa que vive y siente el hombre de la ciudad, pueblera, esa que coloca la cuchilla de la necesidad sobre la garganta, privando a nuestros hijos de asistir a la escuela, enviándolos a la calcinante calle, pidiendo favores que comprometen, minados de peligros vigilantes. Es prudente recordar el estribillo tarareado por nuestros abuelos y que nos viene como anillo al dedo: la pobreza es una nube que todo el mundo obscurece y aunque el pobre sea decente no lo ven como se merece.
Aquí se plasma connotadamente el concepto descrito, dibujando el estado social como triste, abatido y desvalido, aflorando la obligatoria interrogante: ¿para qué la decencia, si se es pobre y nuestros actos nobles se desvalorizan por la falta de dinero? Sólo el vestido sirve de garantía, para ser atendido con o sin dilación en la oficina pública. He visto mal vestidos que han permanecido horas frente al escritorio del funcionario y han tenido que retirarse con el rostro desencajado sin gozar de la falaz atención. Con la prestancia de un ostentoso y productivo canal, sus beneficios no se pueden traducir en un trabajito, para Pablo pueblo que tanto lo reclama.
Existen en Panamá todos los matices de pobreza, desde la general, hasta la extrema en un país con un P.I.B. de miles de millones anuales, pequeño, con baja densidad de población por kilómetros cuadrados, en equiparación a los países del área donde no tiene curso legal el dólar.
Los desconciertos e inquietudes que vive el pobre tiene su origen en los problemas socio-económicos, relativos a la mala distribución de las riquezas, acusando recibo en el terreno biológico: hambre, desnutrición, sed, fatiga, etc. Con trabajos efímeros, con duración de: tres meses, seis meses o un año, no podremos resolver la pobreza, trasteando sin poder aspirar a la ponderancia que me faculta como sujeto de crédito. Sin trabajo no se puede conseguir la victoria que otros fácilmente han alcanzado.