Cuando andamos en la adolescencia, todos creemos que estamos hechos de acero. Practicamos 3 y 4 deportes, fiestamos hasta las 6 de la mañana todos los fines de semana, fumamos y chupamos como si el mundo se acabara mañana. Todo esto mientras trabajamos de día y estudiamos en la noche; y aún así nos sobran las energías.
Si nos cae un resfriado, nos recuperamos rápidamente. Y aún mientras estamos bajo el acecho de un virus, salimos a la calle, nos asoleamos y nos aguantamos un aguacero. En la noche, no nos importa serenarnos. Y es que a esa edad, siempre tenemos cuerda para más.
Pero cuando comenzamos a madurar físicamente, comienzan los achaques. Primero son pequeños: un mareo por ahí, un dolorcillo de rodilla por acá, y de repente ya no aguantamos tomar tanto licor, y quedamos reventados en cancha.
Luego nos dan los desmayos y las faracheras. Y resulta que estamos padeciendo de una enfermedad que jamás hubiésemos imaginado que tendríamos.
Esto forma parte del ciclo de la vida, pero algunos de nosotros se rehúsan a aceptar que ya sus cuerpos no son los mismos. Se siguen aferrando a sus dosis de 3 cajetas de cigarrillos y 2 "six packs" de cerveza al día.
Se están matando porque aún se creen la mamá de Tarzán, y sólo acuden al médico cuando están que se retuercen de dolor. Es ahí cuando se dan cuenta de que padecen de cáncer, hipertensión, diabetes, o les ha dado un derrame cerebral.
Es ese el costo de no haber desacelerado un poco en el ritmo de vida y desatender las señales que nuestro propio cuerpo nos enviaba cuando todavía estábamos jóvenes.
La mejor medicina es la preventiva, pero su práctica depende más del paciente que del médico. Igual que un automóvil, el cuerpo humano necesita chequeos periódicos y mantenimiento para prologar su vida últil.