Un reciente informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), reveló aspectos preocupantes sobre Panamá: unos 800 mil compatriotas padecen hambre.
En una nación con una población con un poco más de tres millones de habitantes, donde se pregona un crecimiento económico extraordinario, es vergonzosa esa situación.
Al otro lado de la acera, se revela que uno de cada tres panameños enfrenta problemas de obesidad. En pocas palabras, uno padecen hambre y otros comen en exceso. Eso mismo pasa en la distribución de la riqueza: un grupo acumula mucho y el resto casi nada.
Por años esos males han sido advertidos por economistas, diplomáticos y profesionales preocupados, pero poco caso se hacen a las advertencias. Lo peligroso de todo es que llegue el momento de una explosión social, con resultados impredecibles.
Las más recientes encuestas revelan que el alto costo de la canasta básica alimenticia es el principal problema de los panameños. Los precios suben cada día, los impuestos y los servicios públicos se consumen ya gran parte de los ingresos de la población.
No hay que perder de vista que el hambre es mal consejera. El gran capital debe entender que debe distribuir algo de su riqueza con los que menos tienen, para prevenir los males que en el pasado han padecido países vecinos.
A pesar de los índices de criminalidad, Panamá es aún un país seguro, pero conforme no se corrijan las diferencias abismales de ingreso entre ricos y pobres, esa situación puede variar y para entonces sólo tendríamos que lamentarnos.